El engaño del Cadejo

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     La vieja Lencha paseaba dando saltitos fuera de la iglesia. Andaba mugrienta, chimuela, con aliento a podredumbre y con el cabello hirsuto. Vestía harapos hediondos a orines y a alcohol. De sus ojos emanaba un líquido vidrioso que era una mezcla entre el llanto de sus penas y el virus de la conjuntivitis. Era tristeza cristalizada, sufrimiento tieso por el aire del desprecio. Se reía sola, con carcajadas que parecían cacareos de gallina. Su locura era su única felicidad, una felicidad falsa. ¿Euforia o calor de vieja? Era, sin duda, la última defensa de su mente contra su miserable realidad. “Se volvió loca por ver al Cadejo”, decían las vecinas pedantes e hipócritas del barrio al verla pasar.