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El
amanecer del día equis fue aún más
doloroso que todos los anteriores para Daniel, un oficinista y escritor
frustrado que pronto dejaría de escribir. Cada vez que la
luz del sol entraba por la ventana para azotar su rostro, era la
confirmación que de nuevo había sucedido lo
que más temía: seguía vivo. Esto le
resultaba doloroso, ya que por las noches se concentraba en lograr, de
alguna manera, que su corazón se detuviera.
Quería desaparecer, dejar de ser humano y convertirse en
algún tipo de energía, quizá
electricidad, y así comenzar a fluir entre los circuitos de
los aparatos electrónicos, o simplemente flotar y elevarse
hasta quedar adherido a una nube. Sí. Nada de alma ni nada
de conciencia, mucho menos vida eterna. Para el deprimido la nada era
la única paz concebible.