Relato: Kali

kali
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    Un grupo de buitres, aglomerado alrededor del cadáver de un perro, se dispersó abruptamente ante la embestida de un intruso con apariencia mortecina que se había demorado demasiado en acercarse. El pájaro que se quedó de último tuvo que aletear con más fuerza con tal de escapar, casi en el último segundo, de las manos huesudas y putrefactas del infecto. Se trataba de un campesino de mediana edad ataviado con un sombrero de paja y una camisa de franela hecha jirones, desnudo de la cintura para abajo excepto por una sola bota que llevaba en el pie izquierdo. Algunos de los pajarracos insistieron en quedarse cerca, pues la carne estaba fresca y, desde que la rapiña se había vuelto parte del menú de los muertos andantes, encontrar un festín así era cada vez más difícil.


    Gobernado por el olfato, más que por la vista, el campesino perdió el interés en los buitres y se abalanzó sobre el cadáver del perro al percibir el aroma de sus vísceras frescas. Hundió con voracidad el rostro y las manos entre los despojos y luego de arrancar una buena porción de entrañas se quedó acuclillado, masticando ruidosamente, con la mirada perdida hacia el horizonte, completamente indiferente al calor canicular, derivado de un cielo despejado, que azotaba cada rincón de aquella carretera interestatal rodeada de áreas boscosas.

    Tras el sonido de un gruñido sofocado a sus espaldas, el campesino recibió un batazo que, aparte de volarle el sombrero y partirle la nuca, lo hizo desplomarse sobre uno de sus costados. De la misma forma maquinal en que ejecutaba todas sus acciones, desde el día en que resucitó luego de morir infectado, intentó levantarse, pero su agresor lo remató con un nuevo golpe en la mollera que lo arrastró de manera instantánea a su «segunda muerte».

    El buitre que se había quedado rezagado se acercó confundido, inclinando la cabeza para ver si aún podía robarse un par de bocados del cadáver del perro, el cual comenzaba a empaparse de una pata trasera por el charco de sangre turbia que brotaba de la cabeza del campesino. El agresor, un tipo que a los ojos de un infante hubiera parecido un robot o un alienígena, vestido con un impermeable y con el rostro cubierto con una careta para soldar, mochila colgada a las espaldas y bate de aluminio en manos protegidas por guantes de látex, se descubrió el rostro inclinando la mencionada careta hacia atrás y exhaló a través de sus incisivos. Escudriñó la desnudez del campesino con un rictus mezcla de repulsión y odio, preguntándose: «¿En qué circunstancias se habrá infectado este hijo de puta?». Luego, al notar al osado buitre picoteando la carroña que poco a poco se ensuciaba con el torrente de sangre oscura, se dirigió al animal diciendo:

    —¡Cuidado te infectas!

    Siguió revisando los alrededores del cadáver, como buscando algo que se le hubiese caído, hasta que encontró, dibujadas en el asfalto con tiza, o quizá con una piedra pómez, una cruz y una flecha, la última apuntaba hacia el sur. Bajo los símbolos también había una inscripción que decía:

Kali a 2 millas. Ven, aún hay esperanza.



    —¡Aquí hay otro mensaje, con este ya son cuatro! —gritó; al no recibir respuesta volteó a ver sobre su hombro.



    Tras él, con un paso acelerado, se aproximaba un tipo con la cabeza rapada, ataviado con una camiseta blanca de algodón que le quedaba muy grande. Llevaba puestos unos anteojos de plástico transparentes, de los que sirven para proteger los ojos a la hora de realizar trabajos peligrosos, un machete largo en la mano izquierda y un picahielo en la derecha. Miró a su compañero con ojos de reprimenda y, haciendo un gesto con el que lo conminaba a prestar atención, señaló con la punta de su arma más corta hacia donde un hombre y una mujer, con la parsimonia característica de la muerte, se acercaban hacia ellos.



    —Alerta con ese par de tórtolos —dijo el rapado con una media sonrisa—. ¿Con cuál te quedas?



  —Pido al tipo, por conmiseración, no soporto ver a un hombre en una relación aún después de muerto —respondió su compañero, poniéndose en guardia luego de cubrirse nuevamente el rostro con la careta.



    —¡Cuidado, socio, que vienen muy juntos! 



    El pelón con las dos armas blancas se adelantó con velocidad de rayo y usando el picahielo, en un santiamén, traspasó la cabeza de la chica con una estocada limpia que entró por el ojo; luego, en un instante aún más efímero, retrocedió extrayendo el instrumento por completo, el cual salió acompañado de un ligero chorro de sangre. La mujer dio un par de pasos más y cayó de bruces ante su atacante quien la esperaba con el machete enarbolado. Al mismo tiempo, de un batazo certero en la frente, el hombre de la careta descontó al compañero de la chica, el cual perdió el equilibrio en una especie de genuflexión para luego recibir un remate mal apuntado que le desencajó la mandíbula, pero no significó su deceso. 



    —Muy mal, socio —dijo el que había despachado a la chica, al momento que partió la cabeza del infectado con un mandoble del machete—, ya te he dicho que te busques un arma más eficiente.



    —¿Y desechar mi bate de la suerte? ¡Ni en sueños! —respondió el otro, quitándose la careta—. Si no fuera por este...



    —¡Sí, ya sé! Si no fuera por ese «falo», al que tanto adoras, en este momento estarías muerto. ¡Ya me tienes harto con eso! Por favor, no me vayas a volver a contar sobre esa vez que lograste salir vivo de la trifulca que se dio en el centro de la ciudad.



    —Fue una batalla, no una trifulca.



    —¿Quién lo dice?



    —Pues..., lo digo yo, que allí perecieron muchos, y de seguro se le reconocerá como una batalla en los anales de la historia.



    —¿Historia dices, imbécil? ¿Y quién demonios va a escribirla? ¿Tú? No me digas que crees que alguien va a tomar en serio las fruslerías que anotas en ese cuaderno que llevas a todas partes.



    —Son mis crónicas, animal. De alguna forma tenemos que preservar todo lo que hemos aprendido de esta desgracia para transmitírselo a las nuevas generaciones.



    El hombre rapado frunció el ceño al oír aquello, exhaló exasperado y la expresión se le fue ablandando poco a poco mediante una sonrisa que se tornó en una risotada burlesca y, en medio de ella, respondió:



    —Ah, Darío, iluso de mierda, ¿de verdad crees que el relatar cómo le machacas la sesera a estos podridos, y los ardores de tripas que pasamos, de alguna forma te va a convertir en un historiador o, más ridículo aún, en una leyenda? Y, por cierto, dije «pasamos» porque espero que al menos me describas como tu Sancho Panza en alguna de tus historias. ¡Jajajaja! Despierta, socio, en estos tiempos no creo que aún exista gente que lea, y no es una cuestión cultural, como solía decir el Ministro de Educación antes del desparpajo, sino literal; mierda, ¡date cuenta que ya casi no quedamos humanos! 



    Darío miró con rabia a su compañero, disimulando muy bien la envidia que le provocaba su elocuencia (que podía ser vulgar y culta al mismo tiempo) mientras se desabotonaba el impermeable y se amarraba de nuevo la careta al cinto. Le azoraba que el antiguo narcotraficante tuviera razón. En su interior volvió a analizar las razones ininteligibles, que únicamente se le podían atribuir a una ironía del azar, por las cuales un ex agente de seguros como él (que siempre quiso ser policía antidrogas), había terminado asociándose con nada menos que el famoso capo Pedro Romero, alias el Cantil. El tiempo que llevaban juntos, que se había convertido en una inadmisible amistad por parte de ambos, era mayor que cualquiera de las relaciones románticas que cada uno por separado había tenido antes de que la Infección se apoderara del mundo.



    —Pues cuando lleguemos a Kali —dijo Darío— de seguro habrán niños, y si aún no saben leer, o ya se han olvidado de cómo hacerlo, entonces yo voy a enseñarles.



    —¿Y si esto de Kali resulta ser otro lugarcito plagado de muertos andantes como todos los demás edenes fraudulentos a los que hemos emigrado antes? Quizá hasta podría ser una trampa de alguno de esos grupos de nihilistas que andan por allí, o la broma pesada de algún orate sádico con síndrome mesiánico. 



    —Ah, Pedro, no me mandes a la mierda otra más de mis esperanzas. Siempre eres tan venenoso. Ya sé por qué te apodaron con el nombre de una víbora ponzoñosa. 



    —Yo más creo que comenzaron a llamarme así por la velocidad con la que apuñalo con el picahielo. Ah, claro, y también porque soy sigiloso. 



    —¡Lo que diga usted, señor matón! ¡Qué miedo! Oye, pero volviendo a lo de Kali, ¿podrías no ser malpensado por al menos una vez en tu vida?



    —¿Y tú podrías, por al menos una vez también, asentar cabeza y darte cuenta de que lo más conveniente es alejarnos de la inmunda raza humana? Los vivos, sobre todo en grupo, son más peligrosos que los muertos vivientes. ¡Mierda, qué terquedad la tuya! Esa misma terquedad es la verdadera razón por la que aún no cambias el bate que usas como arma principal, pudiendo utilizar en cambio algo más eficiente y filoso. 



    —Ya, déjame en paz; y que te quede claro que yo uso lo que se me venga en gana para matar podridos. Las cosas filosas, como mi navaja de bolsillo, son para otros usos, pero nada como el impacto y la contundencia de un bate de aluminio. Además, para armas eficientes tengo ésta... —dijo Darío, acercándose la mano hacia la funda de pistola que llevaba en su cinturón. 



    —Esa porquería sin balas no te sirve ni para partir nueces. 



    —Dices eso porque tu revólver es una basura. Oye, ¿y qué sabes tú si aún me quedan balas? 



    —Lo sé. Ya no tienes balas —dijo el Cantil, mirando de forma desafiante a su compañero, quien pareció confundido ante la revelación que acababa de escuchar. 



    Se quedaron en silencio por unos segundos. Darío inspiró para sacar el pecho, apoyó la punta del bate en el pavimento y entornó los ojos.



    —Si crees que ya no me quedan balas porque me cacheaste anoche mientras dormía, pues déjame decirte que estás muy equivocado, en este impermeable tengo un bolsillo secreto del que de seguro ni te percataste. Es el colmo, no puedo confiar en alguien que escudriña en mis pertenencias. ¡Se acabó, cabrón! Si encontramos gente viva en Kali allí mismo nos separamos, y cada quién...



    —¡Chitón! —interrumpió Pedro, observando con los ojos como platos hacia los árboles del lado derecho de la carretera. La angustia que había inundado su rostro, tomando en cuenta que solía ser un témpano en las situaciones más extremas, alertó a Darío.



    Al principio apenas se escuchó un rumor, algo que parecía un zumbido que iba en aumento; un coro, una sinfonía, un maremágnum de gemidos que crecía al mismo ritmo con el que se aceleraban los corazones de los viajeros que reconocieron a aquel macabro sonido, en base a sus particulares experiencias, como la antesala a una gigantesca podadora hecha de dientes putrefactos que descuartizaría y devoraría todo a su paso. Con la esperanza de que sus oídos se equivocaran, paralizados por el miedo, se quedaron expectantes observando hacia la vegetación. De la misma, tras un sollozo y el crujido de una rama, surgió una mujer flaca y morena, desplazándose lo más rápido que podía al cojear de un pie, tan repentinamente que los hizo saltar del susto y ponerse en guardia. Al verlos, la mujer se espantó tanto que frenó de golpe y por lo mismo perdió el equilibrio y cayó sobre sus posaderas.



    —¡Nooooo! ¡Por favor, no! ¡No otra vez! —gritó la flaca, mientras se arrastraba hacia atrás en el suelo, sollozando y agitando la mano.



Tras ella, tanto Darío como Pedro, pudieron divisar varias estelas y algunas cabelleras hirsutas que comenzaban a sobresalir de entre los arbustos y que venían en su persecución.



    —¡Cálmese! —dijo Darío—. ¡Deje de gritar, que los está atrayendo hacia nosotros!



    —¡Déjenme! ¡No se me acerquen! —gritó la histérica, pataleando para que Darío se alejara cuando él intentó ayudarla a ponerse de pie.



Pedro, al notar por la algarabía que el número de infectados que venía tras de ella era más que considerable, se enardeció; la tomó del cabello desde atrás y la puso de pie a la fuerza.



    —¡Silencio, puta estúpida! —dijo el Cantil, atestándole un bofetón; sin darle tiempo a reaccionar se la echó sobre uno de sus hombros y junto con Darío corrieron para internarse en el otro extremo boscoso de la carretera, sin poder perderse de la vista de los primeros perseguidores que habían arribado a su locación, y que confirmaron el haberlos visto con sus gemidos acusadores.



    —¡Maldita carretera interestatal! ¡Mierda, Pedro, son muchos!



    —Sí, pero tenías que intrigarte con esos putos signos, ¿verdad? ¡Corre, cabrón..., y ya no hablemos más, que me quedo sin aire! 



    —¡Déjenme! —gritó la chica, sacudiéndose como una niña haciendo berrinche.



    Pedro se detuvo de refilón, la dejó caer al suelo y con los ojos como brasas le dijo:



    —¡Está bien, quédate aquí y sigue gritando, idiota! Así los podridos van a venir directamente hacia ti, dándonos oportunidad a mi compañero y a mí para escapar mientras se hartan de tus pedazos.



La chica miró con horror a Pedro, como reconociendo que su argumento rezumaba de razón. Sin responder se tapó la boca para apagar sus sollozos, pero no fue capaz de controlar el llanto y el temblor que gobernaban su cuerpo. Darío se conmovió al verla: tan raquítica, bajo la blusa de manga larga y negra que en otra época debió quedarle ceñida al cuerpo; el pantalón de tela café, raído y roto del área que cubría las rodillas; su piel estaba amoratada en varias partes del rostro, pero no específicamente en el lugar donde la habían golpeado. La chica notó que estaba siendo observaba y se llenó de rabia.



    —¡Ni se le ocurra tocarme, cerdo!



    —¿De qué habla? —preguntó Darío extrañado.



    —Ignórala, socio, se nota que está...¡¡Cuidado!!



    Pedro se anticipó a un infecto que intentaba coger a Darío, decapitándolo con un solo movimiento de su machete. La cabeza rodó hacia los pies de otro muerto viviente cuya cercanía a los sobrevivientes se tornaba amenazante. 



    —¡Vamos, arriba! —dijo Darío esta vez a la chica, a la que también subió sobre su hombro luego de ayudarla a levantarse tomándola de las manos, no sin antes estremecerse un poco al sentírselas frías.



    —¡Déjala! —ordenó el Cantil, cuya voz se escuchó al unísono con el crujido del cráneo de otro podrido al que le acababa de propinar un machetazo.



    —¡No, por favor, ayúdenme! —dijo la mujer, como si hubiera despertado de un trance.



    —¡¡Corramos!!



    Prosiguieron entonces a internarse en la vegetación y Pedro, mientras avanzaban, ora se adelantaba para despejar la maleza a machetazos cuando les cegaba el paso, ora rodeaba a sus compañeros e interceptaba con el machete (o con el picahielo) a los infectos que lograban acercarse peligrosamente. 



    Fueron ganando un poco de ventaja hasta que el Cantil, luego de atrabancar un arbusto, frenó en seco al mismo tiempo que de un grito ordenó que se detuvieran: ¡habían llegado a la orilla de un despeñadero! Darío, atónito, bajó a la chica, quién se quedó paralizada de la impresión al igual que sus compañeros. Así se mantuvieron los tres por un momento, identificándose con la misma suerte que tendría un animal con una herida sangrante nadando en un estanque lleno de pirañas. Recorrieron con la mirada la extensión de aquel abismo tratando de encontrar alguna forma de saltearlo. Regresar no era una opción, los muertos vivientes estaban cada vez más cerca y tenían cubierta una buena parte del perímetro, además iban convergiendo lentamente hacia su objetivo. Pedro y Darío conocían muy bien aquella reacción natural de los infectos, que se podía confundir con una estrategia, y también ya habían tenido la desgracia de observar en acción a la trituradora de carne humana en la que se podía convertir cualquier intento infructuoso de escapar pasando por en medio de una horda tan grande como la que los acechaba.



    —Por aquí —dijo Pedro, recorriendo la orilla por la derecha, observando hacia adentro del barranco en busca de algunas rocas o protuberancias pegadas a la peña que pudieran ayudarlos al menos a descender. 



    ¡Pum! El sonido seco del aluminio pegando contra un hueso parietal distrajo al Cantil por un segundo: Darío se había aventurado a golpear a un infecto que se había acercado demasiado; parte de la sangre que salpicó el golpe chocó contra su mejilla y eso le hizo darse cuenta que había olvidado ponerse la careta antes de atacar (una imprudencia peor que acostarse con varias prostitutas sin usar condón, en un mismo día, en los tiempos en que la gente muerta no solía ponerse de pie y caminar). El suceso también lo hizo recordar, tal como lo tenía anotado en sus crónicas, las muchas ocasiones en que luego de las batallas cuerpo a cuerpo, varios de sus compañeros que no habían sido mordidos resultaban infectados por no protegerse los ojos, la nariz, la boca o cualquier herida abierta. La irresponsabilidad con la que se había manejado, tan ajena a las costumbres que había adquirido durante el tiempo que estuvo enlistado en la denominada Brigada por la Vida, lo impresionó tanto que hasta comenzó a sentir, quizá por hipocondría, los primeros síntomas que producía el contagio de la plaga.



    —¡Cuidado! —gritó Pedro al ver que su amigo inexplicablemente había bajado la guardia y parecía no notar la cercanía de otros dos infectos.



    Por suerte, Darío reaccionó y los libró bien, derribándolos uno por uno con un ataque directo a los tobillos para luego rematarlos en el suelo, esta vez, con la careta puesta. El acierto en sus movimientos hizo que recobrara la confianza y en ese momento se sintió tan envalentonado que hasta se creyó capaz de despachar, siempre y cuando contara con la ayuda de Pedro, a todos los muertos vivientes que los perseguían.



    El Cantil, por su cuenta, al ver lo aguerrido que se había tornado su compañero, creyó que aquella actitud era producto de la valentía que acompaña a la resignación cuando se decide morir luchando. Le extrañó ver a la chica observando el combate como una entrenadora de algún deporte de contacto que acababa de reconocer la inminente derrota de sus protegidos. 



    —Darío —gritó Pedro—, si de verdad tienes balas en la pistola creo que deberías usarlas ahora.



    —No tengo balas, estaba fanfarroneando.



    —¡Idiota! —respondió Pedro, como si fuese a reírse—. Por suerte yo sí cuento con algunas.



    —¡Pero atraerás a más...!



    — ¡Al carajo! —respondió el pelón, desenfundando al mismo tiempo su revólver 38 para luego eliminar a tres de sus atacantes con sus tres últimas balas. Cuando se le vació el arma siguió presionando unas veces más el gatillo, como queriendo disparar balas invisibles hechas de su furia. Frustrado por la falta de recursos arrojó el arma descargada al rostro de un muerto andante al que llamó «¡hijo de puta!». Luego avanzó hacia su derecha, manteniéndose siempre cercano al borde del barranco, aprovechando la ocasión para atravesar con su picahielo la frente de un infecto que de seguro era fresco por la ligereza con la que se movilizaba. Aún con la esperanza de escapar, miró hacia adentro del abismo y distinguió a unos tres metros bajo la orilla una hendidura en la peña; ¡sí!, se trataba de una muesca lo suficientemente ancha y profunda como para albergar al menos a dos personas. Supuso que si lograban resguardarse ahí ningún podrido tendría la suficiente inteligencia o psicomotricidad para alcanzarlos.



    —¡Darío, por acá! 



    Su compañero y la chica se acercaron al lugar indicado por el Cantil, mientras que él, luego de meterse las armas en la parte trasera del cinturón, dejó caer accidentalmente su machete al vacío justo cuando comenzaba a descender, valiéndose de los apoyos que había calculado previamente. Aún con el contratiempo logró llegar a la hendidura y se aferró fuertemente a unas raíces expuestas en el interior del agujero, por lo que Darío instó a la chica a que bajara no sin antes derribar, con un golpe mal acertado hacia la nariz, a una anciana chaparra que gruñía como mofeta. 



    La morena raquítica comenzó a lloriquear apelando a que le temía a las alturas. Debido a eso recibió por parte de Pedro, que la esperaba con la mano extendida hacia arriba, una profusión de insultos y amenazas en las que le aseguraba que Darío la lanzaría al vacío si no bajaba de una vez por todas. La chica cedió a las cansadas y Pedro, con la ayuda del hombre del bate, logró sostenerla y arrastrarla hasta el interior de la muesca. Por desgracia, en el momento en que el ex agente de seguros, luego de quitarse la careta con celeridad, le pasaba su adorado bate de la suerte a su amigo para comenzar a bajar, un infecto alto y enclenque se le prendió por la espalda y logró encajarle los dientes en el cuello. Darío emitió un alarido, perdiendo su arma junto con la fortuna que la misma representaba, al mismo tiempo que se dobló hacia adelante para hacer caer al esmirriado al vacío, con lo cual él también perdió el equilibro pero fue pescado en el aire de uno de los tirantes de su mochila por Pedro quien, tendido boca abajo, con el pecho pegado a la orilla de la muesca, sintió un dolor cardiaco al notar la gravedad de la herida de su compañero, al que se le veía con una expresión de ingente tristeza, propia de los que saben que inevitablemente van a morir. 



    —Déjame caer, Pedro, de todos modos ya estoy muerto. 



    —¡No, socio, ya verás que no, algo se nos ocurrirá!



    —¡Que me sueltes, imbécil! ¡Siento esa mierda quemándome por dentro!



    Súbitamente, un infecto que seguía el sonido de los gritos se asomó a la orilla del barranco y se dejó caer hacia adelante sin ningún reparo, dando casi media voltereta en el aire. El Cantil pudo verlo caer libremente con las manos extendidas hacia adelante hasta perderse de vista tras chocar contra unas piedras que sobresalían a unos veinte metros de profundidad. A ese podrido le siguió otro, luego otro y otro más; así, consecutivamente, siguieron desplomándose como una catarata de carne putrefacta. Al ver la forma en que los muertos andantes caían, y escuchar el tronido que producían sus huesos al estrellarse contra las rocas, Pedro sintió muchísimo más miedo de soltar a su compañero, al que nunca había querido tanto como en aquel momento, a pesar de que ya prácticamente lo había perdido. Darío, quien también había visto y escuchado la forma horrible en que desembocaban los cuerpos, y sabiendo la negativa de su compañero de dejarlo caer, sacó su navaja de bolsillo y comenzó a cortar el tirante de donde lo sostenía Pedro, sin reparar en las súplicas que este último le hacía para que se abstuviera. 



    «¡Difunde mis notas!» fue lo último que el antiguo narcotraficante escuchó decir a su amigo, justo en el momento en que un podrido, que también se pasó de largo la orilla, cayó cerca de ambos lográndose agarrar de Darío, ocasionando que el tirante medio cortado se rasgara, dejando al Cantil renegando a gritos con la mochila en las manos. No pudo hacer más que cerrar los ojos, de los cuales ya manaban lágrimas que mojaban sus lentes de plástico, para evitarse al menos el dolor de ver a su compañero cayendo.



    Por más que el Cantil hasta ese momento se había creído lo suficientemente endurecido, a causa de la situación actual del mundo y de su pasado criminal, como para no volver a llorar por alguien, la recién ocurrida tragedia rebalsó el lugar oculto de su memoria en donde almacenaba sus recuerdos más dolorosos. Así, su extraviada sensibilidad se hizo presente, después de mucho tiempo de ausencia, en forma de un llanto enternecedor.



    —¡Jajajaja! ¡Ah, no pudo haber sido mejor! —dijo una macabra voz tras él que le produjo un escalofrío que le erizó el vello de la espalda. Hasta ese momento recordó que no estaba solo, y aquella voz lo hizo cambiar bruscamente de un estado de amargura a otro que era una mezcla de consternación y miedo. 



    —¡¿De qué mierda estás hablando, pu...?! —comenzó a gritar el Cantil, volteando a ver sobre su hombro al mismo tiempo que intentaba incorporarse, pero su euforia fue interrumpida por un par de puñaladas, una detrás del muslo y la otra en un riñón, que le fueron infringidas con su propio picahielo. 

        Pedro, maldiciendo y envuelto en ira, en un intento en vano por bloquear un tercer ataque de su agresora, trató de atrapar el arma con la mano, consiguiendo únicamente que se la traspasaran. Enardecido por el dolor logró atestar con la mano libre un puñetazo en el rostro de la desquiciada que lo acometía, a quien el golpe no le hizo ni cosquillas, más bien la hizo responder con un cuarto ataque en el que el picahielo terminó enterrado en el hígado su víctima.


    —Como puedes ver se acabó el teatro —contestó la chica acercándole la boca a la oreja—. Fue una suerte que nos quedáramos solos. La verdad es que al tantearlos creí que tu debilucho amigo sería mi festín, pero... las circunstancias se dieron así y no puedo quejarme —al notar que tenía la mano embarrada con la sangre de Pedro, la morena se llevó los dedos a la boca y se los lamió extasiada—. ¡Mmmh, qué deliciosa sangre! ¡Tengo mucha hambre, llevo una semana sin probar bocado! ¡Ya no puedo más! —de nuevo se escuchó el ruido estomacal.
    —¿Quién... o qué eres, maldita? —preguntó Pedro con un hilo de voz.

    Si en ese momento al Cantil le hubiesen otorgado una última voluntad, habría pedido que le explicaran lo que estaba sucediendo. A cambio de eso le dieron la más horrible de las ejecuciones, pues la chica se abalanzó sobre él y de un mordisco justo en la yugular, que produjo un abundante brote de sangre, le arrancó un pedazo de cuello que masticó y tragó con frenesí. Así cayeron más mordidas avorazadas sobre Pedro, con las que le arrancaron las orejas, las mejillas, parte de la barbilla, trozos del hombro, del pecho y todo lo que aquella hambre inhumana reclamaba, mientras los gritos del suplicio seguían haciendo llover muertos vivientes hacia el interior del barranco.
* * *
    El amanecer le pareció maravilloso, así era siempre que acababa de comer. Aún quedaban algunos podridos vagando entre la vegetación: el barranco sí que los había diezmado. «¡Qué desperdicio! —pensó la chica—. Con lo que cuesta reunir una buena horda». Siguió su camino de regreso a la carretera (sin cojear, por supuesto, pues no tenía ningún problema en las piernas), sonriente y muy entretenida, leyendo un cuaderno viejo que había encontrado dentro de la mochila de Darío. «Ojalá se contará aquí mi historia», pensó. Los infectos no se inmutaban ante su presencia, siempre y cuando ella no les hablara o gritara, cuando lo hacía reaccionaban abruptamente, como un borracho consuetudinario al sentir el toque de una mano invisible; el desconcierto que les provocaba aquello siempre la hacía reír y era una de las pocas formas en que solía divertirse.


    Luego de admirar el sol por unas horas y regocijarse con la variopinta diversidad de olores que la rodeaban, muchos de los cuales un simple humano no sería capaz de percibir, se puso a pensar en su última víctima: «”¿Quién o qué eres?” Siempre preguntan lo mismo, ¡ojalá supiera la respuesta! ¿Qué haré el día que ya no consiga más gente para alimentarme? ¿Acaso moriré de hambre? ¿Acaso estoy viva como para poder morir? ¿Habrá más como yo?» Era consciente de que estaba infectada y de que era portadora, de eso no tenía dudas, pero sí dudaba si aún conservaba su humanidad, pues cada día su crueldad y sangre fría aumentaban. Aún no era capaz de comprender la razón por la cual, luego de ser mordida, no se convirtió en una de ellos sino en algo diferente, algo superior. Se preguntaba si su destino era aniquilar a la raza humana, si le quedaba otra opción aparte de seguir arrastrando a los muertos hacia los vivos, fingir demencia o desesperación ante los últimos para ganarse su compasión, refugiarse con ellos y esperar el momento exacto para devorarse a alguno, lejos de sus desconsiderados y torpes súbditos con los que le era imposible compartir su botín. Quería pensar en ella misma como un salto evolutivo, un producto de la selección natural. «Sí, los muertos andantes son como esas avispas que luego de localizar a ciertas arañas las acorralan e inmovilizan con su picadura, les implantan un huevo del que nace una larva que se desarrolla en su interior, la cual, tal como hago yo con los humanos, comienza a devorarlas vivas paulatinamente». El único inconveniente que le encontraba a su analogía era que en el mundo de las pequeñas criaturas la larva, en algún momento, sufriría una metamorfosis y se convertía en una avispa adulta. Ella, en cambio, no sabía si algún día se convertiría en algo más. Era difícil reflexionar bajo los efectos de la insoportable hambre que la dominaba, lo único en lo que podía pensar era en idear nuevas formas para infiltrarse una y otra vez en los cada vez más escasos grupúsculos de humanos, que para ella, según su analogía, hacían el papel de arañas.



    Al llegar a la carretera sacó una tiza de su bolsillo y comenzó a dibujar y a escribir en el pavimento. «Ni modo, a trabajar; tendré que dejar más señuelos y organizar una nueva hueste», se dijo, a sabiendas de que su satisfacción sería temporal y que pronto comenzaría a tener hambre de nuevo. Emitiendo silbidos y gritando incoherencias a todo pulmón, casi como si cantara,  comenzó a dirigirse hacia el sur. Los infectos que la escuchaban surgían de la vegetación que rodeaba la carretera y empezaban a seguirla. «¿Quién o qué soy? —pensó—. Creo que mi nombre ya no importa, aunque si alguien quisiera nombrarme de alguna forma le pediría que me llamara Kali, como la diosa hindú de la destrucción. Sí, Kali, la divinidad de la aniquilación». 
     



9 comentarios:

  1. Lucia dijo...

    Te felicito. La descripción del zombi alimentandose de la carroña es genial, la conversación entre los dos supervivientes es muy buena y la vuelta de tuerca del final me ha dejado muy, muy sorprendida, si señor!!! enhorabuena, me ha gustado mucho este relato ^_^

  2. Korvec dijo...

    Ya me lo he leído y para mi gusto… se hace largo y pesado a parte de parecerse en demasía a muchos otros relatos sobre pareja de supervivientes en medio de Apocalipsis Zombie, que terminan mal por un superviviente que no es lo que parece.
    Aunque lo peor son quizás esos largos e intrascendentes diálogos que por lo menos a mí no me dicen gran cosa de interés y por el contrario lastran la historia. Me explico, al hablar de Kali y de esos mensajes despiertas cierto interés y en lugar de explicar un poco los lugares y circunstancias en los que encontraron esos mensajes, enzarzas a los personajes en una serie de irrelevante diálogos sobre bates, picahielos, revólveres y demás zarandajas… para leer sobre armas ya me compraría el armas y municiones, aquí quiero que me cuenten una historia no un diálogo de dos merluzos.
    La vuelta de tuerca del final está bien, pero en conjunto y para lo que es mi gusto, utiliza demasiadas palabras para explicar una historia que da para un par de folios como mucho.

  3. Lucía, qué gusto me da verte nuevamente por aquí. Me halaga mucho que te tomes el tiempo de leerte mis historias y dejarme tus impresiones. Me honras, Mil Gracias. Espero que mis futuros trabajos te sigan sorprendiendo y agradando.

  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.
  5. Ah, Korvec, me entristece un poco que la historia no haya sido de tu completo gusto, en especial porque a veces la primera impresión que dejamos como autores es determinante en cuanto a ganar un nuevo lector o perderlo para siempre.

    Cuando lo que uno escribe no gusta creo que no hay justificación que valga, es lo único que un escritor no puede debatir, muy aparte son los problemas de forma.

    Con toda la literatura de suspenso y terror que existe, no solo la Z, usar un tópico que sea original es muy difícil, así que lo que queda, según mi criterio, es apostar por los personajes. Esto fue lo que yo intenté hacer aquí. Los diálogos no pretendían ser un tratado de armas, eso nada más fue un pretexto para saber un poco de la personalidad de los protagonistas, la relación que existe entre ellos, el carácter y el pasado de cada uno. Es gracioso que te diga esto, pues yo me quejo de Robert Kirkman cuando en un número del comic de The Walking Dead (o inclusive en la serie de televisión) los personajes se la pasan hablando y no sale un solo zombi.

    Otra cuestión es que escribí este relato para un concurso literario cuando todavía no había leído la trilogía de Los Caminantes de Carlos Sisí (y creo que tampoco había leído tu trilogía de El Camino de la Cabra). Es decir, para mí, en cuanto a originalidad, pensé que la parte del final se defendía. Tarde me di cuenta que mi relato resultaría uno más del montón, en especial si los jueces tenían en su haber mental varias historias como las que te mencioné. De haberlo sabido es probable que este relato jamás habría existido. Me animé a publicarlo porque Yuly Alejo lo leyó y, sin que yo se lo pidiera, hizo la magnífica ilustración con la que yo aquí lo presento, Pensé que si mi relato había inspirado a alguien para dibujar algo así a lo mejor valía la pena, así que le hice una “reingeniería” y le di una segunda oportunidad. Ya sabes cómo es uno de sentimental con sus cosas.

    Lo que dices es cierto, para lo poco que cuenta la historia se podría resumir muchísimo más, quizá hasta un solo folio, Pero en ese caso, para mi gusto, perdería la gracia. Y sí, a lo mejor un balance entre la cuestión de los signos en el pavimento y menos detalles de los personajes habría mejorado la historia.

    Te agradezco mucho por tomarte el tiempo de leer mi relato y comentarlo, pero sobre todo por haber sido sincero conmigo. Eso es lo que más aprecio. Comentarios como el tuyo son los que más me gustan, porque son los que realmente ayudan a mejorar. Espero que en cuanto a gustos me puedas dar otra oportunidad. Si prefieres los relatos más cortos, de los míos te recomiendo La mochila: http://muertodedia.blogspot.com/2013/06/relato-la-mochila.html

  6. Korvec dijo...

    No te preocupes por eso, como ya dije comenté en función a mí gusto que tampoco soy ningún crítico literario ni nada de eso. He leído relatos seleccionados en antologías que no me han gustado nada y otros descartados que me han hecho disfrutar.

    Como consejo para otro relato, te diré que para desarrollar a un par de personajes, mejor que hablen de algo interesante y esclarecedor sobre su pasado, ¿cambiaría en algo que lugar de un pica hielos y un bate fuera armado con un marillo y un destornillador? Con ellos desvías la atención de lo que importa (situación y personajes) a dos objetos que carecen de la menor relevancia. Pero una vez más, los consejos son como las lentejas, si los quieres los tomas y en caso contrario los dejas.

    Un saludo

  7. 1duende dijo...

    no está mal, aunque medio pesado y poco realista los dialogos. No sé.. me imagino que en esa circunstancia no sé si me pondría a hablar con otro tipo de esa manera; que luego de pasar muchos días y situaciones juntos me revise el revolver a hurtadillas; interesante el giro con la chica... me entretuvo. gracias

  8. Hola, 1duende, ¿qué puedo decir? Los protagonistas llevan mucho tiempo vagando y matando zombis. Yo me imagino que si escuchamos una conversación entre un par de forenses, sumamente experimentados, mientras hacen una autopsia, también nos sonaría de esa manera. Me alegra que el relato te haya resultado entretenido, gracias por tu comentario. Saludos.

  9. No me gustan nada los relatos de zombies. De hecho, cuando comienzo a darme cuenta de que es de no muertos paso de leerlo. Sin embargo este me ha intrigado y me ha gustado. Ignoro si se parece a otros o no, pero me da igual porque hoy por hoy la originalidad está sobrevalorada, ya que realmente no se puede escribir de nada que no se haya escrito antes. Lo que cuenta es la forma y a mí me ha gustado y a pesar de la parte "gore" que es la más asquerosa para mí, tiene un buen final y me gustó.
    Gracias, Lester.
    Un saludo.

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