Relato: La Mochila

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la mochila

14 de febrero, año 2012

 3:34 am.

     ¡Ayer fue el día más horrible de todos! Creí que esta pesadilla ya había logrado desensibilizarme, pero me equivoqué. Me encuentro hecha un mar de lágrimas, lo cual me parece increíble pues pensé que, luego de haber perdido a toda mi familia, ya no podría sucederme algo lo suficientemente malo como para hacerme llorar de nuevo. ¡Fue mi culpa!

     Eduardo está muy mal, no deja de tiritar por la fiebre. Vienen a mi mente los recuerdos del día en que lo conocí, cuando una de esas cosas estuvo a punto de morderme. Jamás pensé alegrarme de conocer a alguien que fuera capaz de encajar un machete hasta la mitad de la cabeza de otro de un solo mandoble. “Es el método más seguro para matarlos”, me dijo. Esa fue la primera vez de muchas que me salvó, y es por eso que su compañía tiene mucho valor para mí. Casi no le doy importancia a ese par de ocasiones en las que me golpeó, ni a esa vez en la que prácticamente me violó. Sin él yo no habría llegado hasta aquí. Ahora existen cosas muchísimo más temibles que  recibir unos golpes o caer víctima del sexo forzado. Las leyes del hombre ya no importan, únicamente imperan las de la naturaleza. ¿De cuáles putas leyes estoy hablando? ¡Es ridículo, ya nada tiene sentido! ¿Quién iba a pensar que los muertos resucitarían con la incontrolable necesidad de alimentarse de lo vivos?


 4:10 am.

     Tuve que hacer una pausa, no puedo parar de llorar. Creo que mi compañero dijo entre balbuceos que me ama. ¡Vaya día del cariño!

     Vuelvo a lo que pasó ayer: Eduardo y yo encontramos este condominio residencial aparentemente deshabitado por lo que nos precipitamos a entrar. No lo pensamos mucho, pues llevamos varios días sin comer.

     Fue fácil ingresar: nada más tuvimos que despachar con el machete a un par de errantes que se encontraban vagando cerca de la garita de acceso; estaban gimiendo levemente de la forma característica en que lo hacen cuando no tienen a un humano a la vista. Es una especie de quejido que quizá emiten por el dolor que les provoca el hambre, su eterna condena en el ahora infierno que es la tierra. A mí, en lo personal, ese sonido me asusta más que el berrido que usan cuando se disponen a atacar, al menos así uno sabe por donde vienen, en cambio no hay nada más aterrador que aquellos que se mantienen tirados en el piso, sin hacer ruido, esperando a que alguien se les acerque… como el maldito que mordió a mi esposo…


  4:30 am.

     Otra pausa… he llorado mucho hoy. En fin, entramos por la puerta trasera de una de las casas, que por suerte estaba abierta, llegamos a la cocina en donde yo me puse de inmediato a buscar desesperadamente algo de comer, pero únicamente encontré un par de bolsitas de salsa de tomate. Después, con cautela, seguimos registrando las demás habitaciones, una por una, manteniendo nuestras armas blancas enarboladas en todo momento, hasta que llegamos a la sala donde hallamos una sórdida escena: sobre el piso yacía el cadáver de un muchacho, el cuerpo se encontraba de rodillas, con la quijada en el piso y las nalgas hacia arriba; bajo el occiso sobresalía el mango de una escopeta, con lo cual entendimos la razón por la que le faltaba la mitad de la cabeza. A la par de todo aquello había una mochila grande de cuero y un cuaderno abierto.

     Eduardo tomó la mochila y comenzó a hurgar dentro de ella, quizá con la esperanza de encontrar algo comestible. Yo me puse a leer la página abierta del cuaderno en la cual decía lo siguiente:

     “Encontré un bonito lugar en donde pasar la noche. No tuve deseos de hablar con mamá por lo que decidí dejarla en la mochila. De hecho, ya casi no me atrevo a sacarla, pues cuando me ve castañetea los dientes y frunce el ceño como si algo le molestara y trata de morderme, por eso es que ahora siempre la envuelvo en una toalla antes de guardarla.

     De haber sabido que las cabezas sobrevivían sin el cuerpo no le hubiese disparado a papá en la frente, así él también estaría aquí. ¿Nada volverá a ser como antes? ¡Tengo mucho miedo!”

     Antes de que pudiera advertirle algo a mi compañero, él emitió un horrible grito de dolor que me indicó que ya era demasiado tarde. Encolerizado arrojó con violencia la mochila hasta la base de la pared que tenía enfrente, y se quedó de rodillas chillando de dolor –o de rabia–, envolviendo entre sus manos un nudo de sangre que se le escurría entre los dedos. Yo no supe qué hacer, me sentí impotente, me le quedé viendo con las lágrimas brotándome de los ojos. Eduardo, envuelto en su desesperación, tomó el machete y… ¡SE CERCENÓ LA MANO!


 8:05 am.

     Eduardo ha muerto, creo que desangrado; aunque ahora que lo pienso el machete tenía sangre de muchos infectados. ¡Estoy destrozada, no puedo escribir nada más…!


 10:37 am.

     ¡Tuve que matarlo! Lo hice con el machete, de la forma en que él me enseñó a hacerlo. No hay nada más doloroso que ver morir más de una vez a alguien que uno quiere.


 6:58 pm.

     ¡He cometido una estupidez! No pude resistir la tentación de ver dentro de la mochila, y la cara horrenda de esa vieja canosa, con ojos blanquecinos y dientes podridos, me provocó asco y furia. Le destrocé la quijada a pisotones, pero no quedé satisfecha, al ver que aún se movía tomé la escopeta y le disparé en la frente. El estampido alertó a los zombis del condominio. No estaba deshabitado después de todo… ¡SON DEMASIADOS!

     Quizá no fue una imprudencia, quizá lo hice conscientemente sabiendo que ahora estoy sola, que la casa no resistirá mucho tiempo y que aún me queda un cartucho… para mí.


2 comentarios:

  1. Lucia dijo...

    Corto, pero intenso! La frase delfinal es muy contundente, me gusta!

  2. Gracias, Lucía. El relato es corto porque así lo definimos unos amigos escritores y yo para un reto que nos planteamos hace tiempo. Es uno de mis consentidos y por lo mismo me alegra mucho que te haya gustado. Saludos.

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