El engaño del Cadejo

     Tiempo estimado de lectura: 21 min.
También disponible en Wattpad


     La vieja Lencha paseaba dando saltitos fuera de la iglesia. Andaba mugrienta, chimuela, con aliento a podredumbre y con el cabello hirsuto. Vestía harapos hediondos a orines y a alcohol. De sus ojos emanaba un líquido vidrioso que era una mezcla entre el llanto de sus penas y el virus de la conjuntivitis. Era tristeza cristalizada, sufrimiento tieso por el aire del desprecio. Se reía sola, con carcajadas que parecían cacareos de gallina. Su locura era su única felicidad, una felicidad falsa. ¿Euforia o calor de vieja? Era, sin duda, la última defensa de su mente contra su miserable realidad. “Se volvió loca por ver al Cadejo”, decían las vecinas pedantes e hipócritas del barrio al verla pasar.

     ―Jóvenes, por favor, ¡una ayudita para esta pobre anciana! ―chilló la Lencha al ver a dos muchachos que pasaron frente a ella.

     ―No tengo, Doña Lencha ―respondió uno de ellos, el que tenía barba de pelusa, el más noble de los dos.

     ―¡Ya, tenga! ―gritó enfadado el otro joven, soltando dos monedas sobre la huesuda mano de la loca―. ¡pero... por favor, ya deje de joder!

     ―¡Dios se lo pague, niño! ―dijo la vieja, santiguando al muchacho con un ademán.

    Los jóvenes se alejaron a paso apresurado de las afueras de la iglesia del pueblo, mientras la Lencha daba saltos de alegría por la limosna recibida, gritando a la vez con un timbre de voz escalofriante, de esos que solo se escuchan en las casas de locos.

     ―¿Por qué le diste dinero a Doña Lencha? De seguro va a usarlo para comprar licor ―reclamó Miguel, el muchacho de la barba de pelusa.

     ―¡Es una pobre vieja! ¿Qué importa que lo use para eso? ¿Qué diferencia podría hacer? ¡Más hecha mierda no puede estar! ―aclaró el otro joven,
Fermín, el despreocupado, el ignorante, el pendenciero y el más abyecto del dúo.

     ―La señora no está bien de la cabeza, Fermín, no creo que el alcohol la ayude en su estado.

     ―Tranquilo, mi hermano, de seguro la ayuda a olvidar lo que sea que la atormente.

     Miguel no dudó que Fermín comprendía a la Lencha mejor que él, ya que el pasatiempo favorito del segundo era tratar de olvidar, ¿y qué mejor manera de hacerlo que con el líquido que sirve para eso? La alegría artificial, el gozo de ricos y pobres, el bendito y maldito alcohol.

     ―¿Quién no se va a volver loco luego de ver al Cadejo? ―se cuestionó Miguel, pensando en “voz alta”, enfocado aún en la Lencha.

     ―¿El Cadejo? ¡Por favor! Sácame de dudas sobre ese bicho... ¿Qué hace?, ¿qué come?, ¿de dónde salió? ―preguntó Fermín con cara de incrédulo.

     Miguel se dispuso entonces a recitar la famosa historia que tantas veces le había contado su abuela:

     “El Cadejo solía ser un sujeto de pestañas largas como las hojas de la planta de opio, al que por dicha razón apodaron como el hombre-adormidera. Estaba obsesionado con la monja Madre Elvira de San Francisco, quien era casi una santa exceptuando por la vanidad de su cabello largo que siempre mantenía envuelto en una trenza gruesa. Un día el hombre-adormidera, en medio de un ataque de desesperación, fue tras la Madre Elvira a quien encontró en la iglesia acomodando las hostias. Al verla, reflejando en sus ojos de pestañas largas el fuego de la lujuria, tomó la pecaminosa determinación de poseerla allí mismo. La mujer de Dios, horrorizada, luchó por soltarse de las garras impúdicas del pestañudo, quien la hacía alucinar con las caricias que le daba sobre las partes que la hacían mujer. Lo que el perverso no sabía es que se estaba disputando a la monja con el mismísimo Diablo, quien comenzó en ese mismo instante a tratar de arrastrar a Madre Elvira hacia el infierno, halándola de la trenza, que era la única parte de donde podía aferrarse a ella ya que estaba cubierta por el pecado de la vanidad. Con la ayuda de Dios, Madre Elvira logró zafarse momentáneamente de ambos monstruos, corrió hacia su recinto y tomó unas tijeras de costura con las que se cortó la demoníaca trenza, la cual, al caer al suelo, comenzó a arrastrarse como una serpiente decapitada, y luego se lanzó con furia al cuello del hombre-adormidera, quien aún seguía persiguiendo a la monja. Aquel ataque de la trenza se fusionó con el pestañudo transformándolo en la creación más horrenda de Lucifer: El Cadejo, el Perro del Infierno. Desde ese entonces el demoníaco can se ha quedado aquí en la tierra vagando por las noches, siguiendo a los borrachos y a los trasnochadores en sus caminatas nocturnas, vigilándolos de cerca con sus ojos rojos y brillantes como brasas encendidas. Contradictoriamente a lo que se pueda pensar, a los que elige los convierte en sus protegidos, al punto de resguardarlos de cualquier peligro, pero esas atenciones siempre tienen un precio muy alto, pues la misión diabólica del Cadejo es ganar almas para su creador.”

     ―Vaya, Miguel, ¿se supone que esa historia debe asustarme? ―musitó Fermín en tono burlón―. Si me estás contando esa superchería para que deje de beber, junto con mi vida nocturna, déjame decirte que estás perdiendo el tiempo, amigo.

     El comentario provocó la risa de los muchachos la cual rompió el sagrado silencio de aquella tarde caliente y húmeda. Fermín, con la expresión inundada de sentimiento, de pronto tragó saliva, como tratando de empujar un bulto imaginario que tenía trabado en el pecho, y envolvió el hombro de su amigo con el brazo.

     ―Miguel, hermano, tengo algo que contarte: Ligia… ¡aceptó casarse conmigo!
 ***
     La noche siguiente Fermín fue a la cantina a celebrar su compromiso matrimonial, el trago le servía tanto para calmar sus excesos de tristeza como de alegría. Miguel no lo acompañó, como era usual en él prefirió aprovechar las noche para estudiar. Él era el bueno, el cúmulo de virtudes, mientras que Fermín era todo lo que sobraba.

     Los compañeros de bebida de Fermín dejaron de cantar de preocupación cuando este último anunció que se retiraba. Su casa estaba a unas cuantas cuadras del bar, pero el pueblo por las noches se había tornado peligroso. A pesar de la insistencia de sus acompañantes en encaminarlo, el fiestero, aún lleno de plena felicidad artificial y necio como todos los borrachos, se empecinó por retirarse solo. Mientras se acercaba a la puerta abierta de salida, detrás de la nube de humo producida por los fumadores del bar, tuvo la impresión de ver dos destellos de luz roja chispeante que parecían colillas de cigarrillo encendidas. Entornó los ojos para enfocar mejor lo que había tras la humareda para llevarse la sorpresa que fuera del bar, aparentemente, no había nada.

     Con un andar similar al de un volantín sobre la cuerda floja, Fermín comenzó a movilizarse hacia la calle derecha mientras cantaba una canción ininteligible, que resultó siendo una mezcla de todas las que había escuchado esa noche en el bar. El corazón casi se le sale del pecho al percibir unos gruñidos caninos frente a él: dos perros callejeros jugueteaban bruscamente en la orilla de la banqueta. Uno era grande, de color café, y arremetía contra otro más pequeño, de color blanco, que contestaba harto mostrando su frustración pelando los dientes y meneando ansiosamente la cola.

     La borrachera de Fermín se congeló unos segundos cuando notó que los chuchos súbitamente cesaron su juego, pararon las orejas y, medio segundo después, emprendieron una huida frenética, chillando con la cola entre las patas como si hubieran visto a la mismísima muerte. El borracho volteó de soslayo y al no ver nada decidió girar completamente, perdiendo por un momento el balance. Estaba desesperado por encontrar la fuente de pavor que había espantado a los perros. Divisó una figura canina y oscura entre las sombras. Si aquello era un perro, sin duda, era el más grande que había visto en su vida, pero los chuchos, por muy fieros que sean, no tienen los ojos fulgurantes, pensó Fermín. En las mandíbulas del animal se dibujó una sonrisa siniestra llena de filosos colmillos.

     El escéptico de Fermín, echándole la culpa al licor y a la historia de Miguel por el susto que acababa de experimentar, se dispuso a caminar con paso ligero. Mientras avanzaba percibía un sonido que lo seguía, similar al de los cascos de un carnero repiqueteando en el suelo. Cada vez que el beodo hacía una parada para verificar si el animal, o lo que sea que fuese aquello, aún lo acechaba, la criatura también se detenía y lo miraba directamente a los ojos esbozando al mismo tiempo aquella sonrisa macabra llena de colmillos. Se mantenía a una distancia prudencial que se iba acortando cada vez más y más. El miedo y la desesperación espabilaron la borrachera de Fermín y lo impulsaron a correr con todas sus fuerzas. ¡La vida se le iba en alejarse lo más posible de aquel horrendo perro que lo seguía! Al dar la vuelta en la esquina al ebrio se le mancharon los calzoncillos de excremento al encontrarse al animal esperándolo sentado del otro lado de la banqueta. La calle se llenó de un silencio absoluto, ni siquiera se oía el canto de un grillo, el único sonido que Fermín podía escuchar era el de su corazón tamboreando de pavor.

      El borracho comenzó a correr de nuevo como nunca había corrido en su vida, iba tan rápido que habría sido capaz de ganar la medalla olímpica de los cien metros planos. La inercia provocada por la velocidad con que corría evitaba que la mierda en sus calzoncillos rozara sus nalgas. ¡PUM! Tropezó con una piedra que lo hizo chocar de bruces contra el piso y rodar un par de veces sobre la calle. Su vista se nubló momentáneamente por unos segundos, cuando la intensidad del dolor se disipó debido al recuerdo del miedo, pudo ver los ojos encendidos de su perseguidor a unos centímetros de su cara. El resollar de aquel perro olía a putrefacción. Súbitamente una extraña somnolencia se apoderó de Fermín, no pudo distinguir el momento exacto en que cruzó la línea entre los sueños y la realidad. Lo último que recordó fue ver al espantoso animal pararse en dos patas, como un oso, para luego comenzar a rodearlo dando pequeños pasos y brincos como si estuviera realizando una danza, una danza cadenciosa y espeluznante, una danza macabra.

     Fermín, de pronto, se encontró hundido en un pantano rojizo y lodoso lleno de cabezas humanas con ojos sin pupilas. Las mismas emitían gritos de horror, chillaban al unísono una sinfonía de sufrimiento, lo hacían debido a que el perro, ahora postrado en la orilla, las atrapaba con sus fauces para destrozarlas y devorarlas. El apetito de la bestia de ojos de fuego era insaciable. Fermín, impotente y mudo, se retorcía trantando de librarse de aquel cieno buriel que lo arrastraba cada vez más y más hacia la trituradora de cráneos que el animal tenía por hocico. En el justo momento en el que el monstruo abrió la trompa, aparentemente para propiciarle una enorme mordida, en vez de eso emitió un rugido gutural con el que disparó un enjambre de moscas rojizas que le entraron a Fermín en los ojos, la nariz y la boca. Pudo sentir el aleteo de los bichos en su lengua, impidiéndole aún más poder gritar de horror. Repentinamente el espantoso escenario desapareció como si nada y Fermín se encontró a sí mismo tirado en un basurero que se encontraba al lado de la puerta trasera de una fonda. Tenía moscas entre la boca pero, tal como comprobó al escupirlas, se trataba de unas comunes y corrientes. La vieja Lencha se encontraba sentada junto a él, pellizcándole un muslo como si estuviera en la carnicería comprobando la calidad de un filete de res.

     Consternado, Fermín se puso de pie como pudo y se sacudió a la Lencha sin nada de tacto. «¡Te ha elegido! ―creyó escuchar decir a la loca que se alejó con celeridad» . No tenía idea de cómo había llegado a aquel lugar. Las sienes le palpitaban como tañidos de campana, sin duda estaba atravesando la peor resaca de su vida, pero lo que más lo intrigó en aquel momento fue notar que sus ropas estaban hechas jirones. Pasados unos minutos logró reunir datos suficientes para orientarse y regresar a su casa. Al llegar a ella, junto a la puerta, se encontró con Miguel, con Ligia y con un par de tipos, sus frecuentes compañeros de juerga, que lo habían acompañado en su celebración en el bar la noche anterior. Ligia, al ver a Fermín, prorrumpió en llantos de alegría, como si tuviera un siglo de no verlo, lo abrazó y le empapó el rostro con sus lágrimas al cubrirlo de besos. Ni siquiera notó el tufo mezcla entre basura y mierda que emanaba de su prometido.

     ―¡Mi amor, por Dios, qué bueno que estás bien! ¡Estaba muy preocupada!

     Nunca antes Fermín se sintió más querido que en ese momento, y no solo por los mimos efusivos que le brindó su prometida sino, en general, por todas las muestras de afecto que recibió del grupo de personas que se había reunido en la puerta de su casa para cotillear sobre su paradero. La sorpresa que le había producido tan tremenda recepción se evidenciaba en la expresión de su rostro. Como siempre, el bueno de Miguel fue quien se encargó de explicarle el motivo de la preocupación del grupo:

     “¡Fermín, hermano, ayer hubo una balacera de los mil demonios en las afueras del bar donde estuviste! Ocurrió apenas unos minutos después de que te vieron salir del lugar. ¿No te enteraste? Bueno, la cuestión es que cinco pandilleros trataron de asaltar a un par de tipos que estaban armados hasta los dientes. Corrieron disparándose en dirección hacia aquí. No sé cómo te alejaste tan rápido del lugar, hermano, bendita sea la borrachera que te dejó postrado quién sabe dónde, pero lo bueno es que estás bien. ¡Ligia y yo temimos lo peor!”
     Fermín se respondió a sí mismo las preguntas que sus amigos ya no se preocuparon por aclarar debido a la alegría que sintieron al encontrarlo indemne: alguien o algo lo había desviado de la ruta de peligro y, luego de noquearlo, también lo había arrastrado hacia la basura para esconderlo de los maleantes. Era lógico que sus ropas estuvieran hechas hilachas luego de ser tiradas por una boca llena de colmillos filosos. Sin importar que lo sucedido se tratase de una pesadilla o de la realidad, más valía estar golpeado, apestoso y con la ropa destrozada que estar muerto, pensó Fermín.

     Durante los dos días siguientes Fermín se apartó de todo: no fue a trabajar ni tampoco quiso hablar con nadie, ni siquiera con Ligia. Sentía tanto miedo que inclusive no bebió un solo trago de alcohol durante ese tiempo. Se pasó recostado haciéndose ovillos en la cama, dándole vueltas a la historia que le había contado Miguel. Trató de recordar el resto de los detalles que este último le había transmitido, a manera de broma, el día que Fermín le contó acerca de su compromiso con Ligia. El sello del Cadejo era perseguir de manera implacable a sus víctimas hasta acorralarlas, luego se valía de una danza para engatusarlas y poseerlas. La falta de fe y el miedo en las mismas lo alimentaban y le proporcionaban poder para crear dependencia en ellas. Una dependencia que se enquistaba tanto en el alma de sus elegidos como la que ya padecían en cuanto a la bebida. ¡Todo concordaba! Fermín ya no tenía la menor duda de que el Cadejo había sido quien lo había «protegido». Pero si ese había sido el caso, ¿con qué le iba a cobrar después?
     ―¿Se puede matar a esa cosa? ―recordó haberle preguntado a Miguel.
     ―¡Ni de broma! ―repuso su amigo―. Una vez el tío del cuñado de un amigo mío intentó hacerlo: cuando cayó la media noche esperó al Cadejo con machete en mano por varias horas tras un arbusto, junto al cementerio municipal. Eligió ese lugar porque se dice que al condenado animal le gusta pasearse por allí. Justo como esperaba lo vio y se le lanzó encima, se escuchó un gruñido y unos gritos que resonaron por todo el pueblo.
     ―¿Y qué pasó? ―preguntó Fermín con algo de intriga.
     ―Uff, hermano, dicen que al amanecer encontraron al pobre señor muerto, junto a la iglesia... ¡sin brazos!
     ―¡Mierda! ¿Y existe alguna manera de librarse de ese bicho si se te pega?
     ―Pues solo rezando, hermano, pero con mucha fe. Y, por supuesto, dejando de beber.
     ―Entonces, si me aparece uno estoy frito ―dijo Fermín riendo.
     ―Lo curioso es que dicen que hay otro Cadejo que es bueno, uno de color blanco, pero que únicamente protege a la gente sin vicios que tiene que caminar por las noches, especialmente a las mujeres solteras.
     ―Lo dicho, hermano, ¡estoy frito!
 ***
     La ansiedad que le producía la abstinencia, al igual que otras veces que Fermín intentó dejar su vicio, venció su fuerza de voluntad. La siguiente noche, sabiendo que no tenía nada «consistente» para beber en casa, se dirigió irremediablemente al bar. Como era de esperarse se picó con la primera copa del elíxir del olvido que bebió, así que pidió otra, otra y otra más. La paz que no podía encontrar en otras cosas volvió a envolverlo. Llegó la noche, pero aún así no se detuvo: trasegó cuba tras cuba hasta que se sumergió por completo en sus fantasías etílicas. Más tarde, cuando todos sus conocidos ya se habían retirado, a la salida del bar lo acompañaron unos tipos a quienes Fermín no conocía. Se lo llevaron arrastrándolo casi en volandas hacia un callejón oscuro. Eran tres ladrones que habían elegido a Fermín como su próxima víctima. El borrachín ya no tenía ni un quinto por toda la bebida que había consumido, pero sin duda valían algo su reloj, sus cadenas, su anillo de graduación y hasta sus botas. Cuando el acto delictivo comenzó, Fermín, con su último aliento de conciencia, trató de evitar el hurto, a lo cual uno de los malhechores respondió propinándole un fuerte puñetazo en la boca del estómago con el que lo envió al suelo, haciéndolo a la vez eructar un hálito con olor a guaro. La cómica reacción del inmolado hizo que los atracadores se rieran a carcajadas, Fermín les balbuceó un insulto y a cuenta de ello comenzaron a patearlo a diestra y siniestra.

      Un olor putrefacto inundó de pronto el ambiente, era tan insultante que los malhechores se detuvieron con tal de averiguar su proveniencia. Un crujido de huesos acompañado de un horrible alarido rompieron el silencio cuando la boca del Cadejo trituró de una sola mordida el jarrete del ladrón que le había propinado el primer golpe a Fermín. El monstruo haló al tipo como si fuera un muñeco de cartón con cabeza de plastilina y con un movimiento fugaz y certero le destrozó el cráneo al estrellarlo contra uno de los muros encalados del callejón. Fermín, en posición fetal, adolorido pero consciente, sonrió malévolamente al reconocer con los sonidos del ambiente lo que sucedió después: el Cadejo dio alcance a los otros dos tipos, primero les hizo perder el equilibrio y luego les destrozó las extremidades a mordiscos, lentamente, una por una. A continuación les aplastó las cabezas con sus enormes patas y finalmente se dio un festín con sus entrañas.
***

     Fermín se levantó feliz por la mañana de un viernes y se fue a trabajar lleno de ánimo. Al salir del trabajo se dirigó al bar sin ningún temor. Se sentía invencible, nadie podía tocarlo, ahora contaba con un aliado infernal que velaba por él mejor de lo que Dios y su ángel de la guarda lo habían hecho durante toda su vida. Salió borracho del bar a altas horas de la noche, insultando y ofreciéndole pelea a cualquiera que se le ponía enfrente. Luego de zigzaguear unos minutos mientras se dirigía a su casa se encontró con su siniestro protector, el cual miró a Fermín con sus ojos de brasas encendidas y le sonrió levemente a manera de saludo.

―¡Hola, amigo! Creo que no te he dado las gracias por todo lo que has hecho por mí, ¿verdad? ―dijo Fermín, mascullando las palabras.
     El Cadejo sonrió de nuevo, malévolamente, y se le insinuó al borracho corriendo hacia en medio de la calle. Se detuvo, volteo a ver a Fermín, miró hacia adelante, avanzó unos cuantos pasos y luego lo volteó a ver de nuevo.

―¿Quieres que te siga? Está bien, ve, que yo te sigo a donde quieras ―prometió Fermín a la bestia, la cual emitió un gruñido, quizá de complacencia.

      El Cadejo se movía sigilosamente (si así lo deseaba), todos los lugares por donde pasaba se encontraban siempre desolados, parecía tener la habilidad de detener el tiempo al movilizarse, de eso o de generar desolación. Su andar tenía la gracia de una enorme hiena negra, de un canino con la fuerza de un león o de un animal con inteligencia humana, es decir, con la capacidad de planear los peores actos de maldad.

El horror se apoderó de Fermín al caer en la cuenta de que el Cadejo lo conducía hacia la casa de Ligia.

―¡Ni lo pienses! ―advirtió a la bestia encolerizado, pensando que la deuda del Cadejo sería más difícil de pagar de lo que se hubiera podido imaginar.

     Fuera de sus expectativas el perro se posó junto a una de las ventanas, la que daba a la sala, e hizo una mueca con el hocico como si estuviese invitando a Fermín a acercarse y observar lo que ocurría adentro. Lo que el borracho vio lo llenó de una consternación que con el paso de unos segundos se convirtió en una ira tal, que todos los vellos del cuerpo se le erizaron. ¡Hasta la borrachera se le disipó! Se sintió como una víbora de cascabel cuando alguien la pisa. A media luz, vio a su rubia prometida, desnuda y sudorosa, abierta de piernas, con las nalgas postradas en la orilla del sofá. Sobre ella, un joven de cuerpo delgado pero atlético la follaba gruñendo como un animal. Se aferraba a los muslos de la chica para embestirla con fuerza y rapidez. Los senos de Ligia se bamboleaban sugerentemente al compás de cada una de aquellas arremetidas, y por los gemidos que la susodicha emitía se podía deducir que le estaban dando la follada de su vida. El Cadejo tocó con su nariz una de las sienes de Fermín y con esto, de alguna manera sobrenatural, le permitió escuchar lo que decían:

     ―¡Así, mi amor! Dame fuerte… ¡más fuerte! Ya sabes cómo me gusta.

     ―¿Así te folla el idiota de Fermín? ¿Eh? ¿Acaso te anestesia el coño cuando se corre dentro de ti luego de metértela un par de veces? ¡Uff, uff! Porque con lo borracho que se mantiene apuesto que cuando te llena hasta tú terminas ebria. ¡Arrgh, me encantas! ¿Cómo crees que reaccionaría si nos pillara en este instante?


     ―¡Umm! ¡Calla, cabrón, y no pares de follarme! ¡Así, así, Miguel…! ¡Te amo!

     El nombre que Ligia pronunció fue la última confirmación que Fermín necesitó para saber lo que sucedía. Se esforzó por no creerlo, pero en un momento determinado ya no pudo negarse a la información que le proporcionaban sus sentidos, en especial cuando pudo ver de perfil el rostro del judas que se estaba tirando a su novia…¡a su prometida! «Maldita barba de pelusa, o más bien, ¡barba de maricón! ― pensó Fermín―. ¡Así que aquí viene a “estudiar” todas las noches este hijoputa! »

     El Cadejo, que ahora yacía echado a su lado, observando complacido la reacción de su protegido, como si hubiera escuchado sus pensamiento, emitió un gruñido burlón. El alcohólico, extrañado, miró al demonio perruno como preguntándose qué hacer a continuación. Súbitamente el Can de Luzbel se incorporó y comenzó a excavar un hoyo en la tierra. Continuó así hasta que algo brillante y plateado apareció, captando la atención de los ojos iracundos de Fermín. Se trataba de algo metálico y filoso: un puñal bastante extraño con un mango que, aparentemente, estaba hecho de huesos humanos. El perro le ofreció el arma empujándola con el hocico.

     ―¿Quieres que los mate? ―preguntó Fermín casi ofendido. Observó unos segundos el puñal, titubeó pero finalmente lo tomó. Al momento de hacerlo las venas de su mano y de su brazo se hincharon como si se hubieran llenado de una fuerza electrizante. Fermín volvió a mirar hacia dentro de la ventana y vio a Miguel y a Ligia jadeando de placer aún más acelerados, de seguro llegando al climax al mismo tiempo. Pensó en las contracciones de la vagina de su prometida exprimiendo hasta la última gota de la sucia eyaculación de su traidor amigo.

     ―¿Quieres que los mate? ―volvió a preguntar Fermín, temblando de la cólera sin dejar de contemplar la perfidia más grande que había visto en su vida― ¡Pues lo haré! ―gritó volviendo la mirada hacia el perro solo para percatarse de que el mismo se había esfumado. Confundido, miró de nuevo hacia el interior de la casa y notó que Ligia y Miguel también habían desaparecido. Lo único que seguía con él era el puñal que había tomado. De pronto las luces del pasillo principal se encendieron. Fermín escuchó voces, la confusión y la incertidumbre lo dejaron tan perplejo que optó por salir corriendo y alejarse para que no lo pillaran. 

     La noche siguiente Fermín no pudo dormir: repasó varias veces en su cabeza la imagen de Miguel profanando con sus manos y con su pene, poro por poro, la piel de Ligia. El beodo ardía por dentro, lo llenaba un fuego que era producto del acecho de la mirada de unos ojos que parecían dos colillas de cigarrillo encendidas. Tomó el puñal de su mesa de noche y se dirigió a la casa de Miguel. Minutos después se encontró con su «supuesto» mejor amigo, a la mitad del camino, en una calle solitaria. Miguel, al ver a Fermín, sintió una especie de mal presentimiento que le supo como si le hubiesen derramado un balde de agua fría en la espalda.

     ―Fermín, hermano… ¿dónde has estado? Ligia me llamó para decirme que ha estado preocupada por ti.

     ―¿Ligia te llamó? ¡No me digas! ¿Y de paso no aprovechó para pedirte que fueras a su casa para follártela otra vez?

     ―Pero... ¿qué estás diciendo, hermano? ¿Cómo puedes hablar así de tu prometida? Tú sabes que yo siempre los he respetado a ambos. Si esto es una broma, Fermín, déjame decirte que no me resulta graciosa para nada.

     ―¿Le das por el culo también? ¡Anda, cabrón, quita esa cara de imbécil y acepta que te has estado follando a mi novia en mis narices!

     Al gritar de esa forma, Fermín, con la mirada refulgente, puso al descubierto el puñal que le había entregado el Cadejo. Miguel, al ver el arma, sintió que el cuerpo se le aflojó e instintivamente retrocedió un par de pasos.

     ―¡Por favor, Fermín, cálmate! ¡No cometas una locura...!

     Sin embargo, Fermín no amagó ni un segundo más: como una ráfaga se acercó a Miguel y lo envolvió en un abrazo de despedida en el que, al mismo tiempo, le enterró el puñal en el vientre y continuó presionando hasta hundírselo por completo. Pudo sentir la sangre tibia de su víctima deslizándose por su mano. Miguel, con la mirada perdida, temblando mientras se aferraba a los hombros de Fermín, se fue desmoronando hasta quedar de rodillas frente a su victimario. El protegido del Cadejo, aún con las imágenes de lo que había visto en la sala de la casa de Ligia revoloteando en su cabeza, lanzó un par de puñaladas más sobre el pecho de Miguel quien gritaba envuelto en llanto, no solo por el dolor de las heridas que le estaban infligiendo sino también por el hecho de que el que lo asesinaba era su amigo de toda la vida, al que siempre quiso como un hermano.

     Fermín siguió su camino, taciturno, como si no hubiera cometido un crimen. Se encontró con el Cadejo, quien jadeaba como un chucho que acaba de lamer la vulva de una perra en celo. Realmente se veía excitado, o quizá hasta complacido, sin duda por la infamia que su protegido acababa de realizar.

     ―¡Vamos a por la que sigue! ―dijo Fermín a su guardián y, con la misma parsimonia con la que se derrite un hielo dentro de un vaso de agua hirviendo, se dirigieron hacia la casa de la desventurada Ligia.

     Al llegar a su destino, Fermín notó que el Cadejo se había esfumado. Lo buscó con la mirada por todas partes pero no pudo encontrarlo. Se asomó a la ventana y, como si hubiese quedado atrapado dentro de una pesadilla recurrente, vio una escena similar a la de la noche anterior: ¡Miguel nuevamente postrado sobre Ligia, follándola salvajemente! Esta vez, adicionalmente, le lamía los pezones como un lobo bebiendo agua. De pronto empezó a penetrarla con una rapidez sobrehumana. Su pelvis chocaba sin cesar contra las redondas nalgas de Ligia y ella reaccionaba a sus embestidas retorciéndose de placer. Era presa de un paroxismo salvaje, parecía que su cuerpo no iba a resistir con semejante trato y estimulación.

     Fermín estaba horrorizado, no podía dar crédito a lo que estaba viendo, se sorprendió aún más al mirarse la mano con la que había apuñalado a su mejor amigo solo para comprobar que aún la tenía manchada con la sangre coagulada del susodicho. Una risa macabra y rugiente, como un espantoso eco, invadió su cabeza, provenía de “Miguel”, a quien de pronto las pestañas se le comenzaron a alargar hasta asemejarse a las hojas de la planta de opio, luego las mismas se incendiaron hasta convertirse en brasas; los músculos empezaron a acresentársele y en el proceso también le brotó pelo negro a mansalva, hasta oscurecerle la piel por completo. Ligia, con la cabeza inclinada hacia atrás, gemía como posesa, era difícil distinguir si a causa de dolor, placer o una mezcla de ambas. Tenía un gesto agónico con los ojos blanqueados y expulsaba espuma por la boca. Fermín, ante aquella visión, emitió un grito de horror al unísono con un rugido del Cadejo, una especie de risa, una burla al dolor de su víctima.
*** 

     Treinta años después, junto a la iglesia del pueblo, durante casi todo el día se sentaba a pedir limosna un viejo loco y borracho al que apodaban “Min”. La locura que lo embargaba era su única protección contra el desprecio y el asco que todos los demás sentían por él. Nadie sabía exactamente por qué lo mantuvieron tanto tiempo encerrado en el manicomio. Algunos abuelos lo relacionaban con un par de asesinatos: un amigo al que había apuñalado y una novia a la que había emborrachado, violado, torturado y asfixiado. “Se volvió loco por ver al Cadejo”, decían las vecinas pedantes e hipócritas del barrio al verlo pasar.

FIN
Nota del autor: La parte que explica el origen del Cadejo es mi breve interpretación, algo tergiversada, del relato “La Leyenda del Cadejo” del libro “Leyendas de Guatemala” (1930), escrito por el ganador del Premio Nobel de Literatura de 1967, Miguel Ángel Asturias (1899-1974

3 comentarios:

  1. Muy bueno, Lester. Me ha gustado mucho tu peculiar forma de contarnos una leyenda que no sé si existe o no, pero que me da igual. Me encanta leerte.
    Un abrazo y sigue así, amigo.

  2. Muchísimas gracias por leer mi relato y dejarme un comentario, Ricardo. Me alegro de que te haya gustado. Déjame contarte que el Cadejo, de hecho, es una leyenda que forma parte del folclore centroamericano. Como te habrás dado cuenta en la historia, está muy ligado a los problemas relacionados con el alcoholismo. Es una de las tantas cosas interesantes que se han inventado mis antepasados de este lado del charco. Bienvenido por aquí, siéntete como en casa. ¡Un abrazo!

  3. Me gustan mucho las historias folclóricas, siempre que tengan algo que ver con lo sobrenatural y, como ya comenté en Facebook, debajo de este relato se encuentra mucho poso de sabiduría.
    Y como verás, ya me siento en casa.
    Un abrazo.

Publicar un comentario