Tiempo aproximado de lectura: 3 min. |
Los
cinco jugadores –cuatro hombres y una mujer– se
sentaron formando un círculo, como canicas de distintos
colores y diseños acomodadas en la tierra por la mano de un
gigantesco niño divino.
El rubio, organizador del juego, insertó la bala en el tambor del revólver y lo hizo girar, emitiendo un sonido parecido al aleteo de una avispa mecánica y enfurecida. Detuvo el giro del cilindro con la palma de la mano y cerró el arma con rapidez, produciendo un tronido macabro que pareció horadar el suspenso que envolvía el ambiente.
Solo una bala había quedado en el tambor, y la suerte decidiría en cual de las cinco cabezas se introduciría. El rubio posó el cañón del arma en su sien, con una expresión impasible. Miró con discreción a su compañero esmirriado de la derecha, esperando una especie de señal de aprobación, él se la dio inclinando, casi imperceptiblemente para los demás, la cabeza hacia adelante. El jugador en turno giró entonces la mirada hacia la chica de cabello negro que tenía enfrente, las pupilas no se le movieron para enfocarla, la miró como si fuese transparente. Apretó el gatillo y un sonido fuerte y preciso, pero sin estallido al final, paralizó por más de un segundo el corazón de los demás participantes. El único que pareció no inmutarse en lo más mínimo ante aquel suceso fue el flaco que había hecho el gesto de asentimiento.
El rubio, organizador del juego, insertó la bala en el tambor del revólver y lo hizo girar, emitiendo un sonido parecido al aleteo de una avispa mecánica y enfurecida. Detuvo el giro del cilindro con la palma de la mano y cerró el arma con rapidez, produciendo un tronido macabro que pareció horadar el suspenso que envolvía el ambiente.
Solo una bala había quedado en el tambor, y la suerte decidiría en cual de las cinco cabezas se introduciría. El rubio posó el cañón del arma en su sien, con una expresión impasible. Miró con discreción a su compañero esmirriado de la derecha, esperando una especie de señal de aprobación, él se la dio inclinando, casi imperceptiblemente para los demás, la cabeza hacia adelante. El jugador en turno giró entonces la mirada hacia la chica de cabello negro que tenía enfrente, las pupilas no se le movieron para enfocarla, la miró como si fuese transparente. Apretó el gatillo y un sonido fuerte y preciso, pero sin estallido al final, paralizó por más de un segundo el corazón de los demás participantes. El único que pareció no inmutarse en lo más mínimo ante aquel suceso fue el flaco que había hecho el gesto de asentimiento.
En el rostro del rubio se dibujó una amplia sonrisa, la cual le imprimió una expresión llena de calma antinatural ante aquel peligroso juego. Su reacción se debía a que tenía un as bajo la manga, a su diestra. Fue entonces el turno del esmirriado: tomó el arma, observó hacia el suelo por unos segundos, calmado, posó el cañón de la pistola en su cabeza y presionó el gatillo con determinación. Nada fatal sucedió.
La chica de cabello negro era la siguiente, la cual, al darse cuenta de ello, prorrumpió en llanto, se puso a temblar y a sollozar con los ojos cerrados y la boca abierta. Los dos chicos que complementaban el círculo parecieron molestarse ante aquel derroche de pavor. Era una reacción inadecuada para alguien que había presumido tener la suficiente sangre fría como para jugar a la ruleta rusa.
El esmirriado aún no había pasado el arma a la muchacha. Emitió un resoplo, un gesto claro de que se le había colmado la paciencia. De pronto, como un reflejo, con toda la frialdad y la eficiencia que únicamente la maldad más pura puede tener, apuntó con el revólver a la cabeza de la chica y presionó el gatillo. Un estampido fulminó el cráneo de la chica, empujándole la cabeza hacia atrás con tal violencia que algunas de las lágrimas se quedaron suspendidas en el aire, como diminutas burbujas, por una milésima de segundo. El rubio, al presenciar la horrible escena, comenzó a reírse a carcajadas lleno de sadismo.
Ante la mirada atónita de los otros dos, el esmirriado, envuelto en una expresión demoníaca, dijo:
–Era su suerte, le tocaba morir. Le disparé para ahorrarnos el detestable drama que estaba haciendo. De no haberlo hecho nos habría dado quince minutos más de lo mismo antes de presionar el gatillo.
–Pero... ¿cómo diablos sabes eso? –preguntó histérico uno de los dos muchachos.
–Porque puedo ver el futuro –respondió el flaco, mirando con sombría fascinación el charco de sangre que comenzaba a embarrar el suelo.
QUé mala leche la del flaco pitoniso...
Es preocupante que alguien con ese vicio sea aparte clarividente, ¿no crees? Gracias por leer y comentar, 1duende.
Si lee el futuro no sé qué hará cuando le toque morir. ¿Se disparará o le dispararán?
Muy entretenido. Gracias, Lester, por compartir.
Un saludo.