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La
muchacha supo por la expresión que puso su padre que el momento que
tanto temía por fin había llegado. El Hombre, luego de ver a su amada
exhalar el último suspiro, se llevó una mano a la boca y se la apretó
con fuerza con tal de contener el suplicio que acababa de restallar en
su interior.
Su
hija preguntó algo, él no pudo responderle, y no solo por la congoja de
la situación, pues si le decía que su madre acababa de morir no sería
capaz de explicarle la razón por la que la misma, quizá unos minutos
después, resucitaría convertida en algo maligno.
Se
dirigió hacia la cocina a por la hachuela que la criada usaba para
decapitar a las aves de corral. En el camino recordó lo que le había
dicho el demonio al momento de hacer el Trato: «Algún día, el que menos
te lo esperes, se te cobrará con la persona que más quieres. Pero
volverá… será la única oportunidad que tendrás para cancelar esto. Si en
ese momento deseas conservar tu fortuna, déjala tal cual… pero cuídate
de sus dientes. Y si ya no la quieres, pues mátala una vez más… si
puedes».
Sabía
que las palabras de aquel oriundo del Infierno no guardaban ningún
enigma a pesar de que le habían sonado como la canción de un trovador
sin talento. También tenía en cuenta lo que le había dicho la vieja
bruja de su tía abuela al momento de negarle el pergamino que contenía
el conjuro, el cual él más tarde se robó. Ella le aseguró que las
condiciones para mantener la riqueza con aquel hechizo eran muy
difíciles de cumplir; requerían de extremo cuidado y frialdad, cosas que
él sería incapaz de manejar. También le dijo que en las historias que
se contaban entre brujas, de generación en generación, se sabía que muy
pocos habían sido capaces de sobrellevar la responsabilidad de no cerrar
el Trato, y que los que habían fallado eran responsables de la
extinción de reinos completos.
Qué
tonto había sido al pensar que el sudor inglés lo mataría antes, que
con la fortuna que obtendría mediante el Trato podría asegurar el futuro
de su familia y que ya estando muerto ni el mismísimo Lucifer podría
cobrarle con algo más que su alma. Lo cierto fue que al día siguiente de
haber hecho la invocación despertó sin dolores, sin fiebre, sin náuseas,
sin ansiedad y especialmente sin aquella sudoración que lo había estado
atormentando por varios días. De pronto, estaba más sano que un buey.
Luego vino el dinero: apareció en herencias de parientes lejanos y
desconocidos, en favores, en cajones de muebles viejos, en los bolsillos
de sus ropas y hasta en premios de rifas. Tanta salud y tanta fortuna
lo hicieron olvidarse de la deuda que luego tendría que pagar con
creces.
En
un día cualquiera el sudor inglés que una vez lo atormentó pareció
transferirse a su amada; nada podía ser más raro pues era una enfermedad
propia de los varones. El dolor que le provocaba verla empapada día y
noche padeciendo de aquellas tremendas arcadas, que la hacían vomitar
chorros de una especie de sangre turbia, era indecible.
Ahora
se encontraba ahí, armado, esperando que se cumpliera el vaticinio del
demonio, dispuesto a cancelar el Trato antes de que algo peor pudiera
suceder. Su hija lo observaba llena de tristeza y confusión, no entendía
la razón por la cual su padre se había quedado sentado junto al lecho
de su progenitora, recién fallecida, apretando fuertemente aquella
herramienta con la mano derecha.
Súbitamente, la mujer en la cama comenzó a sacudirse en horribles espasmos.
Eran los efectos de una miasma infernal entrando violentamente en su
cuerpo a través de los poros. El Hombre se puso de pie con el corazón
palpitándole a mil y a gritos le ordenó a su hija que se alejara
corriendo a resguardarse. La muchacha estaba tan asustada que se quedó
inmóvil. Bastaron unos segundos para que el padre se quedara igual de
pasmado al ver a su amada ponerse de pie sin indicios de humanidad en su
mirada.
La resucitada emitió un gruñido gutural y embistió al Hombre. Ambos
terminaron luchando en el suelo. La atacante se aferraba a su víctima
clavándole las uñas en los hombros y lanzándole dentelladas que él
evitaba empujándola del cuello con el mango de la hachuela. La muchacha
gritó de pavor renegando las acciones de lo que ya no era su madre. La
endemoniada, al escuchar aquella voz inocente, perdió el interés en su
esposo y se lanzó sobre su hija; logró cogerla de las piernas lo
suficiente para atestarle un par de mordidas con las que le arrancó
pedazos de carne que luego tragó sin apenas masticar. La pobre chica
gritaba de dolor mientras su padre, gritando aún más fuerte de la
cólera, lanzaba golpes con la hachuela sobre aquella bestia. Finalmente,
logró clavar la hoja de su arma en la cabeza del monstruo, terminando
así con uno de los muchos horrores que vendrían.
***
La
vieja bruja no estaba contenta con que el Hombre le hubiese robado el
pergamino. Solamente porque la sangre es más espesa que el agua no lo
castigó convirtiéndolo en una alimaña. Su calma más bien se debía a la
fascinación que le provocaba lo que había sucedido: la muchacha estaba
contagiada de la Maldición, pero su pureza y bondad sin par habían
logrado contener la voluntad del demonio que la poseía; únicamente su
cuerpo se resentía pudriéndose ante los efectos del embrujo. Estaba
muerta, su corazón no latía más, pero conservaba sus recuerdos, sus
anhelos, sus ilusiones y su alma; aún era capaz de hablar y no atacaba
ni trataba de devorar a nadie.
A
pesar de los reniegos del Hombre, principalmente de que aquel
esperpento siguiera siendo su hija, la hechicera le aseguró que no podía
ser más afortunado: el hecho de que la muchacha fuera mansa a pesar de
estar maldita no violaba ninguno de los estatutos del Trato; por lo
tanto, la fortuna continuaría siempre y cuando él la mantuviera a salvo y
lejos de los demás. Tendría que tener mucho cuidado, era obvio que en
el Infierno no iban a estar contentos con aquel resultado aparentemente
exento de pagos, y, tarde o temprano, los demonios tratarían de tentar a
la chica o de propiciar las circunstancias para que la Maldición
acabara con todo.
Los
años pasaron y el padre de la muchacha, a pesar de seguir contando con
su fortuna, no encontraba sosiego. Se sentía solo. La compañía de su
hija, más que reconfortante, le resultaba repulsiva. Ella seguía
conservando su carisma y su bondad, pero la putrefacción y el hedor que
emanaba de su cuerpo, bajo el ojo superficial del Hombre, opacaban sus
cualidades.
Muchas
veces, ante los rechazos de su padre, la muchacha quiso llorar,
desahogar su alma y expulsar la presión que le provocaban la desdicha y
la desesperanza que ahora parecían gobernar su vida, si es que a aquel
estado consciente y animado se le podía llamar así. Pero desde que fue
contaminada con la Maldición no pudo llorar más, pues sus lacrimales
dejaron de funcionar, y cuando intentaba hacerlo era como echarle más
leña al fuego de sus penas, que cuando era humana al menos podía apagar
con la lluvia de sus lágrimas.
La
alimentación de la chica era lo más horrible y repugnante que hasta el
momento había acarreado la Maldición. Su dieta consistía, por
instrucciones de la vieja bruja, en pequeños animales vivos,
principalmente aves de corral, que su padre le soltaba dentro de una
habitación cerrada para evitar que se escapasen. Al principio la
muchacha se negaba a efectuar aquella barbaridad, pero al final el
hambre fue más fuerte que su compasión y se estremeció al encontrarse un
día, tratando de llorar sin lograrlo, encajándole los dientes en el
pescuezo a un pato, que no dejaba de graznar por su vida, ante la mirada
horrorizada de su padre tras un velo de plumas flotando.
Con
el tiempo, el Hombre contrajo nuevas nupcias. Después de algunos
fracasos se fijó en una viuda que alegaba poseer cierta alcurnia: era la
mujer más altanera, orgullosa, autoritaria y regia que había conocido
en su vida, pero, eso sí, también la más pasional. Una de las
principales razones por las que se conformó con ella fue que, a
diferencia de sus anteriores prospectos, resultó siendo la única en
aceptar sin tanto escrúpulo, luego de que se le explicase la razón de
las cosas, al monstruo que él mantenía encerrado en su casa. El día que
las presentó, la viuda, si bien no se le acercó ni la tocó, saludó a la
«enferma» con naturalidad; conversó con ella un rato y hasta le dedicó
unas palabras dulces de compasión. Ese mismo día se ganó su propuesta de
matrimonio
Las
dos hijas de la viuda eran unas muchachas consentidas y manipuladoras.
Ninguna podía considerarse ni siquiera como una joya en bruto. La mayor,
y también la más alta y esmirriada, se llamaba Javotte;
mientras que la menor, baja y rechoncha, se llamaba Horreret. Desde que
conocieron al Hombre lo llenaron de carantoñas al punto de llamarlo
«Padre». Aunque ninguna de ellas era un tercio de bella de lo que había
sido su hija, antes de caer presa de la Maldición, él se encariño de
inmediato con ellas. El hecho de que un par de muchachas sanas
apreciaran su paternidad lo hicieron sentirse cómodo de nuevo con su rol de padre.
Meses después de que la casa fue agrandada y remodelada, se celebró la boda con una ostentosa ceremonia a la que se le
prohibió asistir a la Maldita por razones obvias.
En
la nueva familia que se formó ocurrieron cambios: en principio, la
chica víctima de la Maldición fue apodada por todos los integrantes de
la casa, incluyendo el padre, como la Muerta. Cada
vez que quería conversar o participar en algún juego con sus
hermanastras era rechazada con desaires. La más cruel de las dos era
Javotte, quien justificaba su rechazo quejándose del hedor y del aspecto
de la marginada.
Un
día en que ambas hermanas jugaban a probarse vestidos dentro de su
habitación, un tufo a carne putrefacta que les llegó como una bofetada
las alertó de la presencia de la Muerta. La mayor, indignada, se dirigió
a la chimenea y tomó un puño de ceniza que luego arrojó al rostro de la
enferma, insinuándole que con aquello a lo mejor se purificaba.
Horreret la imitó y pronto ambas, a manera de juego, comenzaron a
lanzarle entre risas tanta ceniza que la dejaron gris cual estatua de piedra.
Desde ese día le cambiaron el apodo por el de CeniZienta. La pobre chica
se sintió tan humillada que tuvo ganas de llorar, pero aquello no le
dolió tanto como el hecho de recordar que no podía hacerlo.
Con
el tiempo la Madrastra comenzó a quejarse con el Hombre de la presencia
de CeniZienta. Aparte de que apestaba todo lugar por donde pasaba,
también ensuciaba embarrando la ceniza que se le había quedado adherida al cuerpo por
la humedad de sus llagas y, en general, le daba muy mal aspecto a la
casa. Si algún día quisiesen recibir visitas era inconcebible que ella
habitase en el mismo espacio que ellos; además, podía ser peligroso que
alguien la viera, pues con lo supersticiosa que era la gente de la
aldea, de ocurrir algo así bastarían unos minutos para que la casa se
viera rodeada por una turba de campesinos con antorchas. Así fue como la
pobre chica fue confinada a una pallaza en lo más alto de la casa, que
apenas era iluminada con una pequeña buhardilla, y que se mantenía
cerrada con una gruesa puerta de roble.
Las
únicas amigas de CeniZienta eran las ratas, que se sentían atraídas
hacia ella por el olor a carne pútrida. Siempre que la chica era
invadida por el hambre se devoraba una que otra viva.
La
infelicidad de la Maldita fue constante hasta que un día llegó a la
casa la invitación a una fiesta, que se llevaría a cabo en el Palacio
Real, nada menos que de parte del Rey. Únicamente se había invitado a las familias con
cierto grado de nobleza. Las hermanastras de CeniZienta
se emocionaron de inmediato, por varios días no pararon de hablar del
asunto, de lo que se pondrían, de la forma en que irían peinadas y de
las ganas que tenían de conocer al Príncipe, el cuál, como bien sabían,
estaba soltero.
Como
la dicha de las hermanastras no estaba completa sin el sufrimiento
ajeno, todos los días se tomaban la molestia de subir a la pallaza para
contarle a CeniZienta sobre la gran fiesta. Javotte, siempre al final de
sus comentarios, hacía un falso rostro compasivo y le decía a la
Muerta: «¡Qué lástima que tú no puedas venir con nosotras a la fiesta!». Luego
bromeaba con Horreret y ambas reían imaginando a CeniZienta espantando a
todos los invitados con su hedor y su apariencia.
Finalmente,
el día de la gran celebración llegó y toda la familia, excepto la
Muerta, salieron a tropel de la casa para llegar puntuales. CeniZienta
se sintió más sola que nunca. Esa noche la habían dejado bajar al salón.
Se hizo un ovillo en una esquina y se puso a temblar e hipar, acto que
le servia como sustitución de llanto, hasta que se cansó. Algo dentro de
ella hizo que sintiera curiosidad por asomarse a la puerta y al tocarla
se dio cuenta que por la prisa habían olvidado cerrarla. Un extraño
júbilo y un irresistible deseo por salir se apoderaron de ella. Pensó
que a lo mejor podría deslizarse entre las sombras y husmear junto a la
ventana de alguna casa para ver cómo vivía la gente que no resguardaba
monstruos en su hogar.
Se
aventuró hacia fuera y para su mala suerte, justo cuando la luz de la
luna reveló su rostro pútrido, un aldeano que pasaba por ahí la vio y
salió corriendo despavorido gritando: «¡Una maldita!».
CeniZienta
comenzó a pensar que haber salido de la casa no había sido una buena
idea. Pero la curiosidad fue más fuerte que su miedo, por lo que decidió
proseguir con un poco más de cautela. Sus piernas, como si tuvieran
voluntad propia, la llevaron al terreno ubicado detrás de la casa, donde
su madre había sido enterrada junto a un árbol cuyo tronco, con el
tiempo, había adquirido la forma de una tenebrosa figura femenina, con
una hendidura en lo alto que parecía una boca gritando. La mayoría de
habitantes decía que aquella deformidad era un alma que al quererse
escapar del Infierno se había quedado atrapada dentro de la corteza.
La
muchacha, al ver aquello, supo reconocer la figura de su madre, por lo
que se prosternó ante ella, con la vista hacia el suelo, anegada en su
llanto sin lágrimas. De pronto sintió que una mano áspera se le posó en
el hombro y al levantar la cabeza se quedó estupefacta de dicha al
comprobar que efectivamente se trataba de su madre, y que tras de ella
se notaba que el tronco del árbol se había enderezado.
Antes
de que CeniZienta pudiera pronunciar palabra, su madre le dijo que su
visita era por una razón especial, que su momento había llegado y que ya
era hora de que utilizara el «don» que le habían otorgado. Luego la
besó en la frente y la Muerta, por primera vez después de varios años,
comenzó a sentir algo: un ardor recalcitrante por todo su cuerpo que
habría sido insoportable para cualquier humano, pero no para ella, pues
aquel dolor físico hizo que se sintiera «viva» de nuevo. El calor que la
envolvió la obligó a arrancarse los jirones que la vestían. Luego se
miró a sí misma y se regocijó con su desnudez; estaba esbelta,
curvilínea y majestuosa. Incrédula, se acarició el rostro, los senos,
los brazos, las caderas y las piernas. El sexo se le empapó por la
sensación de su piel tan tersa, tan suave, tan tibia; sin llagas,
asperezas o protuberancias. Percibió una humedad resbalándole por los
carrillos y se estremeció al darse cuenta que eran lágrimas, ¡preciosas
lágrimas de felicidad que reverberaban como diminutas estrellas bajo la
luz de la luna!
CeniZienta
estaba eufórica. Tuvo deseos de correr a la aldea, así desnuda como
estaba, para que todo el mundo la viera. Su madre tomó los harapos
hediondos del suelo, los sacudió y comenzó a envolverla con ellos. Luego
de un par de vueltas las hilachas se transformaron en un magnífico
vestido azul con paños de oro y plata, bordado con pedrerías. Sus pies
fueron envueltos por un fango frío que se fue endureciendo y
transparentando hasta convertirse en las más hermosas zapatillas de
cristal.
La
muchacha miró dubitativa a su progenitora, como queriendo saber por qué
las cosas se habían tornado tan buenas de pronto. Antes de que pudiera
decir algo su madre le hizo una seña para que la siguiera y se
internaron en un callejón oscuro. Permanecieron inmóviles y ocultas bajo
las sombras por un rato hasta que un borracho cantarín pasó cerca del
lugar. La mamá de CeniZienta se interpuso frente a él y, sin darle
tiempo apenas para fruncir el ceño, lo decapitó de un zarpazo. La cabeza
al rodar se fue agrandando hasta transformarse en un elegante carruaje.
Cuatro ratas que sacó de una alcantarilla se transformaron en corceles
negros y un ratón gordo y tuerto se convirtió en un cochero tras
recibir un escupitajo.
«Todo
esto es para que vayas a la fiesta, hija. Ve y diviértete. Encuentra el
amor», dijo su progenitora, dejando aún más atónita a CeniZienta, que
seguía regocijándose con el torrente de lágrimas, felicidad líquida,
que no dejaba de manar de sus ojos.
Antes
de que CeniZienta partiera hacia palacio su madre le advirtió que el
cambio no sería permanente, apenas duraría hasta la media noche. La
chica asintió aún envuelta en júbilo, se habría sentido igual de feliz
si todo aquello hubiese durado apenas unos segundos. Supuso que se
trataba simplemente del más hermoso de los regalos; ignoraba que estaba
siendo utilizada como un instrumento de venganza.
CeniZienta
partió hacia la fiesta, no sin antes despedirse de su madre con un
abrazo y un beso, que le hubiera gustado, fuesen eternos.
Su
llegada causó gran revuelo entre los invitados. Todos murmuraban acerca
de la procedencia de aquella hermosa mujer que de seguro era una
princesa. El guaperas del príncipe, un mujeriego de primera, que había estado evitando a un montón de sometidas desde el inicio de la
fiesta (entre ellas las hermanastras de CeniZienta), decepcionado hasta el momento por la escasez de mujeres bellas, se deslumbró al verla. De
inmediato la abordó con sus mejores frases de cortejo, sorprendido por
los nervios que sintió a pesar de su vasta experiencia. La tomó de la
mano para apartarla de los demás e invitarla a bailar.
Bailaron,
bailaron y bailaron. La pareja era el centro de atención. Hicieron
una pausa para sentarse en la mesa principal a disfrutar de algunos de
los tantos manjares que estaban distribuidos en llamativas fuentes.
CeniZienta perdió un poco la compostura atragantándose con un trozo de
cordero asado, algunas frutas, patatas y sorbos de vino. Era la primera
vez en mucho tiempo que comía algo que no fuese un pequeño animal vivo.
El caleidoscopio de sabores en su paladar le resultaba casi orgásmico.
El príncipe estaba tan embelesado con la belleza de la chica que apenas
reparó en su ausencia de modales. De hecho, hasta le pareció lozana
aquella glotonería con que ella engullía la comida.
Las
hermanastras y la Madrastra, que se habían sentado cerca de la pareja,
no reconocieron a aquella hermosa y, algo glotona, mujer. Hasta ellas,
que siempre fueron unas criticonas de primera, estaban anonadadas con
semejante despliegue de hermosura. El único que se espantó al
reconocerla, para luego levantarse y retirarse sin decir nada, fue su
padre.
El
tiempo se pasó volando. CeniZienta de pronto preguntó por la hora y se
sobresaltó cuando se enteró que apenas faltaban diez minutos para la
media noche. Se levantó de un brinco, se disculpó, se arremangó
el vestido y se piró hacia la salida. El príncipe, desconcertado, la
persiguió como perro en celo. Le hizo señas a los guardias para que la
detuvieran en la puerta el tiempo suficiente para alcanzarla. Al hacerlo
la abrazó desesperado y se le quedó viendo como nunca antes había visto
a otra mujer. En ese instante supo que estaba enamorado y, guiado por
un impulso que no pudo reprimir, la besó en los labios.
Aunque
CeniZienta seguía conservando su apariencia humana, la Maldición seguía
latente en ella, y al sentir el sabor de la lengua del Príncipe
frotándose contra la suya, el demonio que yacía dormido en su interior
despertó.
La
muchacha trató de controlarse, sacó su lengua de la boca del Príncipe,
pero el olor y el sabor de aquella carne envuelta en saliva fue
demasiado para ella: el hambre se apoderó de su voluntad. En un
santiamén mordió y arrancó los labios del Príncipe, quien se apartó
gritando y sangrando a borbollones de su nueva sonrisa perenne.
CeniZienta saboreó con frenesí su tajada, que no tenía parangón con
ninguno de los manjares que había probado hacía tan solo unos momentos.
Estaba transformada, ni bien había terminado de gritar su víctima cuando
lo derribó con un placaje.
Los
guardias arremetieron contra la chica, que aún conservaba su forma
humana, y apenas pudieron apartarla del hijo del Rey. El agredido,
luego de retorcerse de dolor en el suelo por unos segundos, se quedó
inmóvil y despatarrado con las manos extendidas a los lados como si
estuviese crucificado.
Faltaban
cinco minutos para las doce. CeniZienta en su forcejeo con los guardias
logró morder a ambos. Uno de ellos se retorcía de dolor en el suelo
mientras observaba una de sus manos con dos dedos faltantes. Varios
invitados atraídos por el escándalo se aglomeraron alrededor de la
trifulca, mientras los demás guardias, bajo las órdenes del Rey, sin
saber exactamente lo que sucedía, daban golpes a diestra y siniestra
para apartar a los curiosos.
De
pronto, CeniZienta sintió una mano helada que se aferró a uno de sus
tobillos y tiró de él. Luego la invadió un dolor punzante en el tendón
de aquiles. Cuando miró hacia abajo se encontró con la horrible visión
del Príncipe, ahora del lado de ultratumba, mordiendo y desgarrando su
maléolo. Bastó con un tirón, unos segundos después, para que el maldito
de la realeza le arrancara el pie con todo y zapatilla.
Los
que reconocieron en aquella horrible escena los efectos de la
legendaria Maldición entraron en pánico. Un grito de alerta fue
suficiente para que se desatara el caos. La gente comenzó a correr hacia
las salidas dispersándose por todo el salón. Los primeros guardias que
habían sido mordidos por CeniZienta, junto con el Príncipe, ya encajaban
sus dientes en los que encontraban a su alcance.
En
medio del tropel un hombre obeso pasó tirando a la Madrastra que cayó
de espaldas sobre una ponchera de cristal que le hizo heridas graves.
Una familia de comerciantes pasó encima de la pobre Horreret, a la que
le fracturaron varios huesos. Hicieron falta apenas un par de minutos
para que el salón se llenara de malditos. Dos de esos atraparon a
Jovette y la devoraron lentamente comenzando por el abdomen. CeniZienta,
saltando en un pie y dejando un reguero de sangre, logró llegar a la
salida y huir en su carruaje. En el camino la última campanada de las
doce sonó y el hechizo se deshizo. Con el cuerpo podrido de nuevo dejó
de sangrar pero perdió su transporte y sus lacayos.
Esa
noche una enorme horda de malditos, comandada por un podrido vestido de
gala, sin labios, que no soltaba un pie que llevaba en la mano, salió
del palacio y se dirigió a la aldea. ¡Arrasaron con todo!
CeniZienta,
con incansables saltos en un pie, logró llegar a casa, pero como todo
el que la veía, si no gritaba y salía corriendo horripilado, trataba de
darle caza con palos o instrumentos de labranza, no pudo tomar el camino
directo a su morada; más bien logró escabullirse por el lado de atrás
de la misma. Con recelo notó que el árbol del que salió su madre había
desaparecido, y que en su lugar nada más quedaba un boquete que apestaba
a azufre.
La
chica pensó en quedarse encerrada en la casa hasta que todo terminara.
Se hizo un ovillo en un rincón en el que se quedó temblando. Luego escuchó que la puerta se abrió: era su padre, que
había logrado salir con vida del palacio. Al ver a su hija se llenó de
rabia y comenzó a culparla por todo lo malo que estaba sucediendo,
Tomó un grueso leño de la chimenea con la disposición de acabar de una vez por
todas con la Maldita y su Maldición. En eso estaba cuando quedó
paralizado al escuchar la puerta retumbar como si diez pares de manos la
estuviesen golpeando al unísono. El Hombre corrió a esconderse debajo
de la mesa del comedor. La puerta se vino abajo. Varias siluetas con
ojos brillosos entraron, de en medio de ellas surgió un maldito que
mostraba los dientes de más. Recorrió con la mirada el cuerpo de
CeniZienta de arriba a abajo, al ver el muñón en el que terminaba una de
sus piernas se inclinó y probó si el pie que llevaba en la mano
encajaba. Al ver que sí, sacó su pañuelo y como pudo amarró el miembro
al lugar al que pertenecía.
Se
abrazaron, se besaron (o algo parecido) al mismo tiempo que la
muchedumbre de malditos los vitoreó con alaridos y gruñidos. El Hombre
se arrebujaba sobre sí mismo bajo la mesa, tiritando de pavor ante
aquella algarabía macabra. Alguien retiró el mueble bajo el que se
escondía de un golpe. CeniZienta, que estaba al frente tomada de la
mano con el Príncipe, lo miró con compasión y le dijo: «Padre, soy
incapaz de juzgarte, si de algo de lo que has hecho te arrepientes... yo
te perdono». El Hombre se puso a llorar desconsoladamente, la chica
continuó: «Sin embargo, no puedo garantizarte que todos estos
desafortunados también te perdonen». Dicho lo anterior los malditos se
lanzaron sobre él como una manada de lobos sobre un borrego mal herido.
Vísceras y entrañas fueron despedazadas entre mordidas, zarpazos y
tirones.
El
reino completo sucumbió ante las hordas del Príncipe que con el tiempo
se convirtió en el temido Rey Muerto, y junto a su reina, CeniZienta, se
pudrieron felices para siempre.
FIN
Lester Padilla.
Me gustó mucho la adaptación, sobretodo la forma en que, conforme avanzaba el relato de la desgraciada, se iban encajando cada una de las partes de la historia ya conocida como si fuera un puzzle. ¡Felicidades y adelante!
Bicho de ciudad, muchísimas gracias por leer el relato y más aún por comentarlo. Me alegra que te haya gustado y que hayas identificado cada uno de los elementos, por los que es tan conocido este cuento, transformados en esta lúgubre adaptación. Gracias también por tu valioso apoyo, es muy importante para mí. Saludos cordiales.
FELICIDADES!! Sólo tengo una palabra: FANTÁSTICO. Soy fan del género zombie, y esta adaptación me parece soberbia.
Mil gracias por tu comentario, David, es muy halagador y me ha hecho el día. Me alegra muchísimo que el relato te haya gustado, sobre todo porque, al igual que yo, también eres fan de este género tan singular. Espero conservar el nivel en los siguientes relatos de zombis que publicaré más adelante. Te pido disculpas por tardarme en responderte, hoy no tuve mucho tiempo para navegar. Saludos.
Lo leí el otro día y aún no me había parado a comentar. Al principio no sabes muy bien como se va a desarrollar la historia, pero poco a poco se van viendo las similitudes con el clásico y formando su propia identidad. La verdad es que me ha encantado la historia, amo las adaptaciones de los clásicos y esta es realmente buena. Espero leer más cosas tuyas en un futuro ;)
Pues déjame darte doblemente las gracias, Ojodegato, no solo por leer el relato sino además por tomarte la molestia de comentarlo. Qué bueno que esta adaptación haya cumplido con tus espectativas; tu comentario es halagador. Y, claro que sí, eres bienvenida a este lugar para leer todo lo que gustes. Un placer tenerte por aquí.