Relato: La CeniZienta

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La muchacha supo por la expresión que puso su padre que el momento que tanto temía por fin había llegado. El Hombre, luego de ver a su amada exhalar el último suspiro, se llevó una mano a la boca y se la apretó con fuerza con tal de contener el suplicio que acababa de restallar en su interior.

Su hija preguntó algo, él no pudo responderle, y no solo por la congoja de la situación, pues si le decía que su madre acababa de morir no sería capaz de explicarle la razón por la que la misma, quizá unos minutos después, resucitaría convertida en algo maligno.

Se dirigió hacia la cocina a por la hachuela que la criada usaba para decapitar a las aves de corral. En el camino recordó lo que le había dicho el demonio al momento de hacer el Trato: «Algún día, el que menos te lo esperes, se te cobrará con la persona que más quieres. Pero volverá… será la única oportunidad que tendrás para cancelar esto. Si en ese momento deseas conservar tu fortuna, déjala tal cual… pero cuídate de sus dientes. Y si ya no la quieres, pues mátala una vez más… si puedes».

Sabía que las palabras de aquel oriundo del Infierno no guardaban ningún enigma a pesar de que le habían sonado como la canción de un trovador sin talento. También tenía en cuenta lo que le había dicho la vieja bruja de su tía abuela al momento de negarle el pergamino que contenía el conjuro, el cual él más tarde se robó. Ella le aseguró que las condiciones para mantener la riqueza con aquel hechizo eran muy difíciles de cumplir; requerían de extremo cuidado y frialdad, cosas que él sería incapaz de manejar. También le dijo que en las historias que se contaban entre brujas, de generación en generación, se sabía que muy pocos habían sido capaces de sobrellevar la responsabilidad de no cerrar el Trato, y que los que habían fallado eran responsables de la extinción de reinos completos.  

Qué tonto había sido al pensar que el sudor inglés lo mataría antes, que con la fortuna que obtendría mediante el Trato podría asegurar el futuro de su familia y que ya estando muerto ni el mismísimo Lucifer podría cobrarle con algo más que su alma. Lo cierto fue que al día siguiente de haber hecho la invocación despertó sin dolores, sin fiebre, sin náuseas, sin ansiedad y especialmente sin aquella sudoración que lo había estado atormentando por varios días. De pronto, estaba más sano que un buey. Luego vino el dinero: apareció en herencias de parientes lejanos y desconocidos, en favores, en cajones de muebles viejos, en los bolsillos de sus ropas y hasta en premios de rifas. Tanta salud y tanta fortuna lo hicieron olvidarse de la deuda que luego tendría que pagar con creces.

En un día cualquiera el sudor inglés que una vez lo atormentó pareció transferirse a su amada; nada podía ser más raro pues era una enfermedad propia de los varones. El dolor que le provocaba verla empapada día y noche padeciendo de aquellas tremendas arcadas, que la hacían vomitar chorros de una especie de sangre turbia, era indecible.

Ahora se encontraba ahí, armado, esperando que se cumpliera el vaticinio del demonio, dispuesto a cancelar el Trato antes de que algo peor pudiera suceder. Su hija lo observaba llena de tristeza y confusión, no entendía la razón por la cual su padre se había quedado sentado junto al lecho de su progenitora, recién fallecida, apretando fuertemente aquella herramienta con la mano derecha.

Súbitamente, la mujer en la cama comenzó a sacudirse en horribles espasmos. Eran los efectos de una miasma infernal entrando violentamente en su cuerpo a través de los poros. El Hombre se puso de pie con el corazón palpitándole a mil y a gritos le ordenó a su hija que se alejara corriendo a resguardarse. La muchacha estaba tan asustada que se quedó inmóvil. Bastaron unos segundos para que el padre se quedara igual de pasmado al ver a su amada ponerse de pie sin indicios de humanidad en su mirada.

La resucitada emitió un gruñido gutural y embistió al Hombre. Ambos terminaron luchando en el suelo. La atacante se aferraba a su víctima clavándole las uñas en los hombros y lanzándole dentelladas que él evitaba empujándola del cuello con el mango de la hachuela. La muchacha gritó de pavor renegando las acciones de lo que ya no era su madre. La endemoniada, al escuchar aquella voz inocente, perdió el interés en su esposo y se lanzó sobre su hija; logró cogerla de las piernas lo suficiente para atestarle un par de mordidas con las que le arrancó pedazos de carne que luego tragó sin apenas masticar. La pobre chica gritaba de dolor mientras su padre, gritando aún más fuerte de la cólera, lanzaba golpes con la hachuela sobre aquella bestia. Finalmente, logró clavar la hoja de su arma en la cabeza del monstruo, terminando así con uno de los muchos horrores que vendrían.

***

La vieja bruja no estaba contenta con que el Hombre le hubiese robado el pergamino. Solamente porque la sangre es más espesa que el agua no lo castigó convirtiéndolo en una alimaña. Su calma más bien se debía a la fascinación que le provocaba lo que había sucedido: la muchacha estaba contagiada de la Maldición, pero su pureza y bondad sin par habían logrado contener la voluntad del demonio que la poseía; únicamente su cuerpo se resentía pudriéndose ante los efectos del embrujo. Estaba muerta, su corazón no latía más, pero conservaba sus recuerdos, sus anhelos, sus ilusiones y su alma; aún era capaz de hablar y no atacaba ni trataba de devorar a nadie.

A pesar de los reniegos del Hombre,  principalmente de que aquel esperpento siguiera siendo su hija, la hechicera le aseguró que no podía ser más afortunado: el hecho de que la muchacha fuera mansa a pesar de estar maldita no violaba ninguno de los estatutos del Trato; por lo tanto, la fortuna continuaría siempre y cuando él la mantuviera a salvo y lejos de los demás. Tendría que tener mucho cuidado, era obvio que en el Infierno no iban a estar contentos con aquel resultado aparentemente exento de pagos, y, tarde o temprano, los demonios tratarían de tentar a la chica o de propiciar las circunstancias para que la Maldición acabara con todo.

Los años pasaron y el padre de la muchacha, a pesar de seguir contando con su fortuna, no encontraba sosiego. Se sentía solo. La compañía de su hija, más que reconfortante, le resultaba repulsiva. Ella seguía conservando su carisma y su bondad, pero la putrefacción y el hedor que emanaba de su cuerpo, bajo el ojo superficial del Hombre, opacaban sus cualidades.

Muchas veces, ante los rechazos de su padre, la muchacha quiso llorar, desahogar su alma y expulsar la presión que le provocaban la desdicha y la desesperanza que ahora parecían gobernar su vida, si es que a aquel estado consciente y animado se le podía llamar así. Pero desde que fue contaminada con la Maldición no pudo llorar más, pues sus lacrimales dejaron de funcionar, y cuando intentaba hacerlo era como echarle más leña al fuego de sus penas, que cuando era humana al menos podía apagar con la lluvia de sus lágrimas.

La alimentación de la chica era lo más horrible y repugnante que hasta el momento había acarreado la Maldición. Su dieta consistía, por instrucciones de la vieja bruja, en pequeños animales vivos, principalmente aves de corral, que su padre le soltaba dentro de una habitación cerrada para evitar que se escapasen. Al principio la muchacha se negaba a efectuar aquella barbaridad, pero al final el hambre fue más fuerte que su compasión y se estremeció al encontrarse un día, tratando de llorar sin lograrlo, encajándole los dientes en el pescuezo a un pato, que no dejaba de graznar por su vida, ante la mirada horrorizada de su padre tras un velo de plumas flotando.

Con el tiempo, el Hombre contrajo nuevas nupcias. Después de algunos fracasos se fijó en una viuda que alegaba poseer cierta alcurnia: era la mujer más altanera, orgullosa, autoritaria y regia que había conocido en su vida, pero, eso sí,  también la más pasional. Una de las principales razones por las que se conformó con ella fue que, a diferencia de sus anteriores prospectos, resultó siendo la única en aceptar sin tanto escrúpulo, luego de que se le explicase la razón de las cosas, al monstruo que él mantenía encerrado en su casa. El día que las presentó, la viuda, si bien no se le acercó ni la tocó, saludó a la «enferma» con naturalidad; conversó con ella un rato y hasta le dedicó unas palabras dulces de compasión. Ese mismo día se ganó su propuesta de matrimonio

Las dos hijas de la viuda eran unas muchachas consentidas y manipuladoras. Ninguna podía considerarse ni siquiera como una joya en bruto. La mayor, y también la más alta y esmirriada, se llamaba Javotte; mientras que la menor, baja y rechoncha, se llamaba Horreret. Desde que conocieron al Hombre lo llenaron de carantoñas al punto de llamarlo «Padre». Aunque ninguna de ellas era un tercio de bella de lo que había sido su hija, antes de caer presa de la Maldición, él se encariño de inmediato con ellas. El hecho de que un par de muchachas sanas apreciaran su paternidad lo hicieron sentirse cómodo de nuevo con su rol de padre.
 
Meses después de que la casa fue agrandada y remodelada, se celebró la boda con una ostentosa ceremonia a la que se le prohibió asistir a la Maldita por razones obvias. 

En la nueva familia que se formó ocurrieron cambios: en principio, la chica víctima de la Maldición fue apodada por todos los integrantes de la casa, incluyendo el padre, como la Muerta. Cada vez que quería conversar o participar en algún juego con sus hermanastras era rechazada con desaires. La más cruel de las dos era Javotte, quien justificaba su rechazo quejándose del hedor y del aspecto de la marginada.

Un día en que ambas hermanas jugaban a probarse vestidos dentro de su habitación, un tufo a carne putrefacta que les llegó como una bofetada las alertó de la presencia de la Muerta. La mayor, indignada, se dirigió a la chimenea y tomó un puño de ceniza que luego arrojó al rostro de la enferma, insinuándole que con aquello a lo mejor se purificaba. Horreret la imitó y pronto ambas, a manera de juego, comenzaron a lanzarle entre risas tanta ceniza que la dejaron gris cual estatua de piedra. Desde ese día le cambiaron el apodo por el de CeniZienta. La pobre chica se sintió tan humillada que tuvo ganas de llorar, pero aquello no le dolió tanto como el hecho de recordar que no podía hacerlo.

Con el tiempo la Madrastra comenzó a quejarse con el Hombre de la presencia de CeniZienta. Aparte de que apestaba todo lugar por donde pasaba, también ensuciaba embarrando la ceniza que se le había quedado adherida al cuerpo por la humedad de sus llagas y, en general, le daba muy mal aspecto a la casa. Si algún día quisiesen recibir visitas era inconcebible que ella habitase en el mismo espacio que ellos; además, podía ser peligroso que alguien la viera, pues con lo supersticiosa que era la gente de la aldea, de ocurrir algo así bastarían unos minutos para que la casa se viera rodeada por una turba de campesinos con antorchas. Así fue como la pobre chica fue confinada a una pallaza en lo más alto de la casa, que apenas era iluminada con una pequeña buhardilla, y que se mantenía cerrada con una gruesa puerta de roble. 

Las únicas amigas de CeniZienta eran las ratas, que se sentían atraídas hacia ella por el olor a carne pútrida. Siempre que la chica era invadida por el hambre se devoraba una que otra viva. 

La infelicidad de la Maldita fue constante hasta que un día llegó a la casa la invitación a una fiesta, que se llevaría a cabo en el Palacio Real, nada menos que de parte del Rey. Únicamente se había invitado a las familias con cierto grado de nobleza. Las hermanastras de CeniZienta se emocionaron de inmediato, por varios días no pararon de hablar del asunto, de lo que se pondrían, de la forma en que irían peinadas y de las ganas que tenían de conocer al Príncipe, el cuál, como bien sabían, estaba soltero. 

Como la dicha de las hermanastras no estaba completa sin el sufrimiento ajeno, todos los días se tomaban la molestia de subir a la pallaza para contarle a CeniZienta sobre la gran fiesta. Javotte, siempre al final de sus comentarios, hacía un falso rostro compasivo y le decía a la Muerta: «¡Qué lástima que tú no puedas venir con nosotras a la fiesta!». Luego bromeaba con Horreret y ambas reían imaginando a CeniZienta espantando a todos los invitados con su hedor y su apariencia.

Finalmente, el día de la gran celebración llegó y toda la familia, excepto la Muerta, salieron a tropel de la casa para llegar puntuales. CeniZienta se sintió más sola que nunca. Esa noche la habían dejado bajar al salón. Se hizo un ovillo en una esquina y se puso a temblar e hipar, acto que le servia como sustitución de llanto, hasta que se cansó. Algo dentro de ella hizo que sintiera curiosidad por asomarse a la puerta y al tocarla se dio cuenta que por la prisa habían olvidado cerrarla. Un extraño júbilo y un irresistible deseo por salir se apoderaron de ella. Pensó que a lo mejor podría deslizarse entre las sombras y husmear junto a la ventana de alguna casa para ver cómo vivía la gente que no resguardaba monstruos en su hogar.

Se aventuró hacia fuera y para su mala suerte, justo cuando la luz de la luna reveló su rostro pútrido, un aldeano que pasaba por ahí la vio y salió corriendo despavorido gritando: «¡Una maldita!».

CeniZienta comenzó a pensar que haber salido de la casa no había sido una buena idea. Pero la curiosidad fue más fuerte que su miedo, por lo que decidió proseguir con un poco más de cautela. Sus piernas, como si tuvieran voluntad propia, la llevaron al terreno ubicado detrás de la casa, donde su madre había sido enterrada junto a un árbol cuyo tronco, con el tiempo, había adquirido la forma de una tenebrosa figura femenina, con una hendidura en lo alto que parecía una boca gritando. La mayoría de habitantes decía que aquella deformidad era un alma que al quererse escapar del Infierno se había quedado atrapada dentro de la corteza.

La muchacha, al ver aquello, supo reconocer la figura de su madre, por lo que se prosternó ante ella, con la vista hacia el suelo, anegada en su llanto sin lágrimas. De pronto sintió que una mano áspera se le posó en el hombro y al levantar la cabeza se quedó estupefacta de dicha al comprobar que efectivamente se trataba de su madre, y que tras de ella se notaba que el tronco del árbol se había enderezado.

Antes de que CeniZienta pudiera pronunciar palabra, su madre le dijo que su visita era por una razón especial, que su momento había llegado y que ya era hora de que utilizara el «don» que le habían otorgado. Luego la besó en la frente y la Muerta, por primera vez después de varios años, comenzó a sentir algo: un ardor recalcitrante por todo su cuerpo que habría sido insoportable para cualquier humano, pero no para ella, pues aquel dolor físico hizo que se sintiera «viva» de nuevo. El calor que la envolvió la obligó a arrancarse los jirones que la vestían. Luego se miró a sí misma y se regocijó con su desnudez;  estaba esbelta, curvilínea y majestuosa.  Incrédula, se acarició el rostro, los senos, los brazos, las caderas y las piernas.  El sexo se le empapó por la sensación de su piel tan tersa, tan suave, tan tibia; sin llagas, asperezas o protuberancias. Percibió una humedad resbalándole  por los carrillos y se estremeció al darse cuenta que eran lágrimas,  ¡preciosas lágrimas de felicidad que reverberaban como diminutas estrellas bajo la luz de la luna!

CeniZienta estaba eufórica. Tuvo deseos de correr a la aldea, así desnuda como estaba, para que todo el mundo la viera. Su madre tomó los harapos hediondos del suelo, los sacudió y comenzó a envolverla con ellos. Luego de un par de vueltas las hilachas se transformaron en un magnífico vestido azul con paños de oro y plata, bordado con pedrerías. Sus pies fueron envueltos por un fango frío que se fue endureciendo y transparentando hasta convertirse en las más hermosas zapatillas de cristal.

La muchacha miró dubitativa a su progenitora, como queriendo saber por qué las cosas se habían tornado tan buenas de pronto. Antes de que pudiera decir algo su madre le hizo una seña para que la siguiera y se internaron en un callejón oscuro. Permanecieron inmóviles y ocultas bajo las sombras por un rato hasta que un borracho cantarín pasó cerca del lugar. La mamá de CeniZienta se interpuso frente a él y, sin darle tiempo apenas para fruncir el ceño, lo decapitó de un zarpazo. La cabeza al rodar se fue agrandando hasta transformarse en un elegante carruaje.  Cuatro ratas que sacó de una alcantarilla se transformaron en corceles negros y un ratón gordo y tuerto se convirtió en un cochero tras recibir un escupitajo.

«Todo esto es para que vayas a la fiesta, hija. Ve y diviértete. Encuentra el amor», dijo su progenitora, dejando aún más atónita a CeniZienta, que seguía regocijándose con el torrente de lágrimas, felicidad líquida,  que no dejaba de manar de sus ojos.

Antes de que CeniZienta partiera hacia palacio su madre le advirtió que el cambio no sería permanente, apenas duraría hasta la media noche. La chica asintió aún envuelta en júbilo, se habría sentido igual de feliz si todo aquello hubiese durado apenas unos segundos. Supuso que se trataba simplemente del más hermoso de los regalos; ignoraba que estaba siendo utilizada como un instrumento de venganza.

CeniZienta partió hacia la fiesta, no sin antes despedirse de su madre con un abrazo y un beso, que le hubiera gustado, fuesen eternos.

Su llegada causó gran revuelo entre los invitados. Todos murmuraban acerca de la procedencia de aquella hermosa mujer que de seguro era una princesa. El guaperas del príncipe, un mujeriego de primera, que había estado evitando a un montón de sometidas desde el inicio de la fiesta (entre ellas las hermanastras de CeniZienta), decepcionado hasta el momento por la escasez de mujeres bellas, se deslumbró al verla. De inmediato la abordó con sus mejores frases de cortejo, sorprendido por los nervios que sintió a pesar de su vasta experiencia. La tomó de la mano para apartarla de los demás e invitarla a bailar.

Bailaron, bailaron y bailaron.  La pareja era el centro de atención.  Hicieron una pausa para sentarse en la mesa principal a disfrutar de algunos de los tantos manjares que estaban distribuidos en llamativas fuentes. CeniZienta perdió un poco la compostura atragantándose con un trozo de cordero asado, algunas frutas, patatas y sorbos de vino. Era la primera vez en mucho tiempo que comía algo que no fuese un pequeño animal vivo. El caleidoscopio de sabores en su paladar le resultaba casi orgásmico. El príncipe estaba tan embelesado con la belleza de la chica que apenas reparó en su ausencia de modales. De hecho, hasta le pareció lozana aquella glotonería con que ella engullía  la comida.

Las hermanastras y la Madrastra, que se habían sentado cerca de la pareja, no reconocieron a aquella hermosa y, algo glotona, mujer. Hasta ellas, que siempre fueron unas criticonas de primera, estaban anonadadas con semejante despliegue de hermosura. El único que se espantó al reconocerla, para luego levantarse y retirarse sin decir nada, fue su padre.

El tiempo se pasó volando. CeniZienta de pronto preguntó por la hora y se sobresaltó cuando se enteró que apenas faltaban diez minutos para la media noche. Se levantó de un brinco, se disculpó, se arremangó el vestido y se piró hacia la salida. El príncipe, desconcertado,  la persiguió como perro en celo. Le hizo señas a los guardias para que la detuvieran en la puerta el tiempo suficiente para alcanzarla. Al hacerlo la abrazó desesperado y se le quedó viendo como nunca antes había visto a otra mujer. En ese instante supo que estaba enamorado y, guiado por un impulso que no pudo reprimir, la besó en los labios.

Aunque CeniZienta seguía conservando su apariencia humana, la Maldición seguía latente en ella, y al sentir el sabor de la lengua del Príncipe frotándose contra la suya, el demonio que yacía dormido en su interior despertó. 

La muchacha trató de controlarse, sacó su lengua de la boca del Príncipe, pero el olor y el sabor de aquella carne envuelta en saliva fue demasiado para ella: el hambre se apoderó de su voluntad. En un santiamén mordió y arrancó los labios del Príncipe, quien se apartó gritando y sangrando a borbollones de su nueva sonrisa perenne. CeniZienta saboreó con frenesí su tajada, que no tenía parangón con ninguno de los manjares que había probado hacía tan solo unos momentos. Estaba transformada, ni bien había terminado de gritar su víctima cuando lo derribó con un placaje.

Los guardias arremetieron contra la chica, que aún conservaba su forma humana,  y apenas pudieron apartarla del hijo del Rey. El agredido, luego de retorcerse de dolor en el suelo por unos segundos, se quedó inmóvil y despatarrado con las manos extendidas a los lados como si estuviese crucificado.

Faltaban cinco minutos para las doce. CeniZienta en su forcejeo con los guardias logró morder a ambos. Uno de ellos se retorcía de dolor en el suelo mientras observaba una de sus manos con dos dedos faltantes. Varios invitados atraídos por el escándalo se aglomeraron alrededor de la trifulca, mientras los demás guardias, bajo las órdenes del Rey, sin saber exactamente lo que sucedía, daban golpes a diestra y siniestra para apartar a los curiosos.

De pronto, CeniZienta sintió una mano helada que se aferró a uno de sus tobillos y tiró de él. Luego la invadió un dolor punzante en el tendón de aquiles. Cuando miró hacia abajo se encontró con la horrible visión del Príncipe, ahora del lado de ultratumba, mordiendo y desgarrando su maléolo. Bastó con un tirón, unos segundos después, para que el maldito de la realeza le arrancara el pie con todo y zapatilla.

Los que reconocieron en aquella horrible escena los efectos de la legendaria Maldición entraron en pánico. Un grito de alerta fue suficiente para que se desatara el caos. La gente comenzó a correr hacia las salidas dispersándose por todo el salón. Los primeros guardias que habían sido mordidos por CeniZienta, junto con el Príncipe, ya encajaban sus dientes en los que encontraban a su alcance.

En medio del tropel un hombre obeso pasó tirando a la Madrastra que cayó de espaldas sobre una ponchera de cristal que le hizo heridas graves. Una familia de comerciantes pasó encima de la pobre Horreret, a la que le fracturaron varios huesos. Hicieron falta apenas un par de minutos para que el salón se llenara de malditos. Dos de esos atraparon a Jovette y la devoraron lentamente comenzando por el abdomen. CeniZienta, saltando en un pie y dejando un reguero de sangre, logró llegar a la salida y huir en su carruaje. En el camino la última campanada de las doce sonó y el hechizo se deshizo. Con el cuerpo podrido de nuevo dejó de sangrar pero perdió su transporte y sus lacayos.

Esa noche una enorme horda de malditos, comandada por un podrido vestido de gala, sin labios, que no soltaba un pie que llevaba en la mano, salió del palacio y se dirigió a la aldea. ¡Arrasaron con todo! 

CeniZienta, con incansables saltos en un pie, logró llegar a casa,  pero como todo el que la veía, si no gritaba y salía corriendo horripilado, trataba de darle caza con palos o instrumentos de labranza, no pudo tomar el camino directo a su morada; más bien logró escabullirse por el lado de atrás de la misma. Con recelo notó que el árbol del que salió su madre había desaparecido, y que en su lugar nada más quedaba un boquete que apestaba a azufre. 

La chica pensó en quedarse encerrada en la casa hasta que todo terminara.  Se hizo un ovillo en un rincón en el que se quedó temblando. Luego escuchó que la puerta se abrió: era su padre, que había logrado salir con vida del palacio. Al ver a su hija se llenó de rabia  y comenzó a culparla por todo lo malo que estaba sucediendo,  Tomó un grueso leño de la chimenea con la disposición de acabar de una vez por todas con la Maldita y su Maldición. En eso estaba cuando quedó paralizado al escuchar la puerta retumbar como si diez pares de manos la estuviesen golpeando al unísono. El Hombre corrió a esconderse debajo de la mesa del comedor. La puerta se vino abajo. Varias siluetas con ojos brillosos entraron, de en medio de ellas surgió un maldito que mostraba los dientes de más. Recorrió con la mirada el cuerpo de CeniZienta de arriba a abajo, al ver el muñón en el que terminaba una de sus piernas se inclinó y probó si el pie que llevaba en la mano encajaba.  Al ver que sí, sacó su pañuelo y como pudo amarró el miembro al lugar al que pertenecía.

Se abrazaron, se besaron (o algo parecido) al mismo tiempo que la muchedumbre de malditos los vitoreó con alaridos y gruñidos. El Hombre se arrebujaba sobre sí mismo bajo la mesa, tiritando de pavor ante aquella algarabía macabra. Alguien retiró el mueble bajo el que se escondía de un golpe. CeniZienta, que estaba al frente  tomada de la mano con el Príncipe, lo miró con compasión y le dijo: «Padre, soy incapaz de juzgarte, si de algo de lo que has hecho te arrepientes... yo te perdono». El Hombre se puso a llorar desconsoladamente, la chica continuó: «Sin embargo, no puedo garantizarte que todos estos desafortunados también te perdonen». Dicho lo anterior  los malditos se lanzaron sobre él como una manada de lobos sobre un borrego mal herido. Vísceras y entrañas fueron despedazadas entre mordidas, zarpazos y tirones.

El reino completo sucumbió ante las hordas del Príncipe que con el tiempo se convirtió en el temido Rey Muerto, y junto a su reina, CeniZienta, se pudrieron felices para siempre. 


FIN

Lester Padilla. 

6 comentarios:

  1. Me gustó mucho la adaptación, sobretodo la forma en que, conforme avanzaba el relato de la desgraciada, se iban encajando cada una de las partes de la historia ya conocida como si fuera un puzzle. ¡Felicidades y adelante!

  2. Bicho de ciudad, muchísimas gracias por leer el relato y más aún por comentarlo. Me alegra que te haya gustado y que hayas identificado cada uno de los elementos, por los que es tan conocido este cuento, transformados en esta lúgubre adaptación. Gracias también por tu valioso apoyo, es muy importante para mí. Saludos cordiales.

  3. Unknown dijo...

    FELICIDADES!! Sólo tengo una palabra: FANTÁSTICO. Soy fan del género zombie, y esta adaptación me parece soberbia.

  4. Mil gracias por tu comentario, David, es muy halagador y me ha hecho el día. Me alegra muchísimo que el relato te haya gustado, sobre todo porque, al igual que yo, también eres fan de este género tan singular. Espero conservar el nivel en los siguientes relatos de zombis que publicaré más adelante. Te pido disculpas por tardarme en responderte, hoy no tuve mucho tiempo para navegar. Saludos.

  5. Nidia dijo...

    Lo leí el otro día y aún no me había parado a comentar. Al principio no sabes muy bien como se va a desarrollar la historia, pero poco a poco se van viendo las similitudes con el clásico y formando su propia identidad. La verdad es que me ha encantado la historia, amo las adaptaciones de los clásicos y esta es realmente buena. Espero leer más cosas tuyas en un futuro ;)

  6. Pues déjame darte doblemente las gracias, Ojodegato, no solo por leer el relato sino además por tomarte la molestia de comentarlo. Qué bueno que esta adaptación haya cumplido con tus espectativas; tu comentario es halagador. Y, claro que sí, eres bienvenida a este lugar para leer todo lo que gustes. Un placer tenerte por aquí.

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